Ya estamos en cuaresma, periodo que la Iglesia quiere que dediquemos a la conversión y a las obras de penitencia. Y entre ellas, además de las que cada uno quiera ofrecer al Señor, destacan dos que nos unen a todos los católicos, el ayuno y la abstinencia que hacemos ciertos días y con determinadas condiciones.
Pienso que estas prácticas, además de que nos vienen muy bien a nuestras almas, entrañan cierta perplejidad entre nuestros conciudadanos. Tanto, que vivirlas como indica la Iglesia, nos señala ante los demás como católicos practicantes. Seguro que los que lean este artículo podrán narrar algunas ocasiones que en viernes de cuaresma pidieron pescado para comer en el trabajo o en una reunión familiar, y surgieron conversaciones sobre ello e incluso burlas o desprecio abierto a las normas de la Iglesia.
Pienso que la abstinencia y el ayuno cuaresmal tiene un alto componente de incomprensión, y no me refiero ahora a nuestros compañeros o amigos, sino a muchos de los católicos. Me parece que bastantes no comprenden el verdadero sentido de estas dos prácticas. Cuántas veces, en esas conversaciones que acabo de citar, nos ponen el ejemplo de una familia, que conocen bien, que viven estrictamente el ayuno del miércoles de ceniza y a las doce de la noche y un minuto se dan un atracón. Y además los viernes se privan de cualquier carne pero comen salmón noruego o unos sabrosos mariscos. Esa familia debe tener más amigos que Dolores Fuertes de Barriga, que es una señora a la que siempre hay alguien que la conoce…
Al escuchar el caso de esa supuesta familia que a la medianoche se lanza con fruición al mejor de los banquetes, la respuesta que tantos dan es que realmente no han entendido lo que es la cuaresma ni el ayuno del Miércoles de Ceniza. No faltan los que le atribuyen pecado por esa actitud que consideran hipócrita como la de los fariseos de la época del Señor. Incluso se atreven a dar normas morales: en viernes de cuaresma no vive la abstinencia quien se priva de carne pero come pescado caro.
Permítanme que rompa una lanza a favor de esa supuesta familia. Me parece que ellos han entendido el sentido del ayuno y de la abstinencia mejor que sus críticos. El problema está en pretender que con estas prácticas penitenciales la Iglesia nos manda una mortificación. No, el verdadero sentido no es la mortificación, sino la obediencia. Esa familia obedece a la Iglesia. La Sagrada Escritura da un sentido elevadísimo a la obediencia: tanto que en el Antiguo Testamento se dice que «la obediencia vale más que el sacrificio, y la docilidad, más que la grasa de carneros» (1Sam 15, 22). Y en la Epístola a los Hebreos se pone en boca del Señor estas expresiones: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas. (…) Entonces yo dije: He aquí que vengo —pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí— para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10, 6-7). El pecado de nuestros primeros padres fue de desobediencia, y el Señor lo reparó con su obediencia.
La obediencia no intenta mortificamos el sentido del gusto, sino nuestra soberbia. En efecto, al obedecer a una norma de la Iglesia tan contingente como esta, manifestamos que nos sometemos a su autoridad. Bien lo sabía el diablo cuando tentó a Adán y Eva, que les sedujo porque serían como Dios, capaces de decidir lo que es bueno y lo que es malo. Cuando vivimos el ayuno y la abstinencia, reconocemos que esa función la tiene la Iglesia en nombre de Dios. Y eso le duele al diablo más que la peor mortificación con la comida.
Queda claro que lo que verdaderamente interesa es obedecer a Dios. Es obvio que hemos de mortificarnos especialmente en cuaresma y que la alimentación es una fuente inagotable para ello, y animo a todos los lectores a mortificar el sentido del gusto, pero practiquemos el ayuno y la abstinencia propia de estos días con su verdadero sentido, que es la obediencia a las normas de la Iglesia.
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