Estos días me han llegado diversas reflexiones sobre la situación de la Iglesia basada en las estadísticas: número de sacerdotes que se ordenan, cuántos fallecen o abandonan el ministerio, asistencia a Misa los domingos, matrimonios en la Iglesia, bautismos cada año y cuántos de ellos son de padres casados… Las conclusiones son claramente pesimistas: cada vez los católicos que queremos vivir nuestra fe somos menos. Alguno quiere sacar su lado optimista y dice: somos menos pero mejores.
Me parece bien que se hagan estas estadísticas, entre otras razones porque hay que hacer previsiones de futuro y para ello es necesario conocer las tendencias y los números. Aun así, pienso que merece la pena ofrecer otras consideraciones.
Estos días estamos celebrando la Ascensión del Señor. He meditado varias veces la actitud de los discípulos del Señor en esa ocasión: según narra el libro de los Hechos de los Apóstoles, solo unos momentos antes de ir al monte de los Olivos donde iba a subir al Cielo, “le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?” (Hch 1, 6). Precisamente en estos momentos, cuando el Señor ya no tiene que decirles nada más, cuando se supone que tenían la formación completa para su misión, los Apóstoles tienen esta ocurrencia. ¿Pero es que no han oído centenares de veces al Maestro decir que su Reino no es de este mundo?
El Señor parece que elude la respuesta, pero realmente entra en el fondo de la cuestión. “Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 7-8). Les faltaba la gracia del Espíritu Santo, y cuando la recibieran comprenderían bien su misión.
Pienso que nosotros muchas veces tenemos la tentación de los Apóstoles. También hemos leído muchas veces en el Evangelio la doctrina del Señor, muchos hemos procurado hacer esmerados estudios teológicos, y sin embargo seguimos cayendo en la tentación de querer para la Iglesia el éxito entendido de forma terrenal. Queremos ver que las iglesias estén llenas, queremos que el Obispo de la diócesis convoque la Misa patronal y se llene con todos los feligreses de la ciudad, y si no la vemos así, parecería que entramos en crisis de fe.
Y sí, ciertamente hemos de querer que todos los cristianos estén comprometidos con su fe. Sin juzgar a nadie (solo Dios conoce el fondo de las conciencias) nos debe doler que tanta gente abandone los sacramentos o falten a sus compromisos libremente adquiridos con Él. Desear otra cosa sería ignorar que la gente no son números: son almas y todos vamos a dar cuenta de ella al Señor.
Pero junto a esto, hemos de aumentar nuestra fe. ¿Por qué Dios no quiere que las iglesias estén llenas y los seminarios cuajados de frutos? No lo sé, y sería pretencioso por mi parte pedirle cuentas a Dios o exigirle que haga las cosas como yo quiero que se realicen. Pero no hemos de dudar de que Dios es todopoderoso y que sigue guiando a su Iglesia, ahora como hace dos mil años cuando aquel reducido grupo abandonaba el Cenáculo para bajar al torrente Cedrón y subir por el Monte de los Olivos y por el camino le pedían al Señor el triunfo humano.
Estos tiempos que vivimos no son mejores ni peores. Es el tiempo de Dios. Y es la ocasión en que los creyentes hemos de manifestar nuestra fe mediante nuestra fidelidad a la Iglesia porque sabemos que la guía el Espíritu Santo y nada se le escapa a su Providencia.