Todos los católicos seguramente nos hemos conmovido por la carta que el Papa Francisco dirigió el 20 de abril a todo el pueblo de Dios, porque en ella se ve el corazón de un padre que con gran dolor se abre para hacer partícipe a los fieles católicos de sus sentimientos interiores.
Los que queremos a la Iglesia como nuestra Madre nos estamos interrogando qué está pasando. Ahora es en Pensilvania, hace unos meses fue en Chile. Antes fue en Irlanda y en Australia, y hace más de quince años ocurrió otra vez en Estados Unidos. Con temor nos preguntamos: ¿cuándo acabará esto? ¿Cuál es el siguiente país? No tengo la respuesta a estas cuestiones. Ya vendrán los historiadores que analizarán documentos y archivos y explicarán lo que ahora desconocemos. Lo que quiero es responder a otra duda: ¿cómo me afecta esto?
En primer lugar, debemos ejercer la compasión. Porque somos parte del mismo organismo vivo (el Cuerpo Místico de Cristo), cuando un miembro de la Iglesia sufre (en este caso las mil víctimas de Pensilvania), todos sufrimos. «Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu». Todos debemos compartir el sufrimiento de aquellas inocentes víctimas. «Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos».
En segundo lugar, asumiendo nuestra responsabilidad colectiva, y por ello hemos de pedir perdón a la sociedad. Yo no he visitado nunca Estados Unidos, por lo que es obvio que no he causado ningún mal, ni directo ni indirecto (por la ocultación o cualquier otra forma de complicidad) con las víctimas de este caso. Pero como dice el Papa, «es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios». Yo también tengo una responsabilidad en estos terribles sucesos, quizá porque no soy lo suficientemente entregado a Dios. Por eso yo también debo pedir perdón.
Quizá para prevenir la tentación de no sentirse interpelados, Francisco advierte contra el mal clericalismo, que define como la actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente», y cuya consecuencia es que «genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos». Sería clericalismo no sentirse interpelados, pensar que estos problemas, aun reconociendo su gravedad, suceden muy lejos de nuestros hogares y no afectan al discurrir de nuestra vida cristiana. Todos estamos llamados a construir la Iglesia.
¿Cómo colaboramos en esta tarea? El Papa nos da una respuesta: «invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor (esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno, Mt 17,21)». Será con santidad personal como contribuiremos a la edificación del pueblo de Dios y como prevendremos estos hechos. Dios no abandona a su Iglesia, y es Él quien hace surgir santos en los momentos más delicados de la historia de la Iglesia. Cada uno de nosotros debe dar un paso adelante ahora. Como dijo San Josemaría, “estas crisis mundiales son crisis de santos” (Camino, 301).