Homilia de s.e.r. mons. Darío Castrillón Hoyos en la santa misa del viernes 11 de julio de 1997 en el encuentro internacional de sacerdotes en Yamoussoukro (Costa de Marfil)
1. Celebramos hoy la fiesta del Abad San Benito y con él celebramos la primacía de la escucha, que debe ser nuestra actitud constante; la primacía del silencio fecundo; la prioridad de la vida interior, único origen del dinamismo pastoral; la prioridad de la conversión cotidiana a nuestra identidad, a aquello que somos y que en cada instante debemos llegar a ser.
Cómo es significativo y pedagógico para nosotros recordar, precisamente aquí, que la Santa Madre Iglesia ha elegido patrona de la misiones a la pequeña-gran carmelita de Lisieux: ¡una contemplativa! Es también sumamente significativo que hayan sido en gran parte precisamente monjes benedictinos los evangelizadores de Europa, y que con la evangelización hayan conservado y desarrollado lo mejor de aquella cultura clásica que contenía en semilla los admirables elementos que se han integrado con el cristianismo y que finalmente han determinado el mundo. ¡Cuánta luz, sobre todo en ?el florecimiento de la civilización cristiana, a través de los entrecruzamientos determinados por los admirables planes de la Divina Providencia!
Si cada Santo es -como en realidad lo es- un reflejo de la santidad divina, nosotros percibimos en Benito de Norcia la primacía de lo Absoluto, el sentido de lo esencial.
La divina liturgia, en la oración colecta de hoy, compendia todo esto de manera verdaderamente admirable y ricamente sugestiva: nos hace pedir el poder correr "¡dilatato corde!". Y se puede correr con la condición de "nihil praeponere" al amor de Cristo.
Así ha sido la vida de San Benito: una carrera a corazón abierto hacia el Señor que viene. Así debe ser nuestra vida sacerdotal, en las propias circunstancias de tiempo, de lugar y de cargo; esta debe ser la característica de nuestro sagrado ministerio.
Pero para correr "dilatato corde", es necesario estar fuertemente motivados, necesitamos estar encendidos por aquel fuego de amor que nos estalla entre las manos cada día cuando celebramos la Santa Misa, por aquel fuego que nos inflama cuando somos silenciosos adoradores del Santísimo Sacramento. Únicamente así podremos correr -no sólo caminar, sino correr- al encuentro de Él que viene, y a Él que viene también como cualquier hermano que, sea o no consciente de ello, necesita de nuestro ministerio, de nuestro ser sacerdotes.
Entonces corramos "dilatato corde" al tan urgente ministerio de las confesiones y de la dirección espiritual, corramos a la cabecera de un enfermo, corramos junto a una familia para pacificar y animar, corramos allí donde haya un sufrimiento que aliviar, una palabra de consuelo que decir, un problema que iluminar con la luz del Evangelio, corramos a todas partes porque Cristo es indispensable para todos: sólo Él Él no es un "optional", no es "un" camino, "una" verdad,?es la salvación. ¡"una" vida, sino "el" Camino, "la" Verdad, "la" Vida! En otros lugares puede haber elementos de verdad, que es necesario valorar pero que en definitiva sólo en Él se encuentran en plenitud. San Agustín, el gran africano que ilumina a la Iglesia universal de todos los tiempos, observa: "Cristo es el puente que une los extremos del camino interrumpido; es la única nave que puede atravesar el mal sin fondo del pecado para unirnos con Dios. ¿Cómo nos podemos permitir olvidarlo si es el único nexo existente?" (en Jn 1,6-14 tr. 2).
Debemos "correr": ¡es la urgencia misionera de cada tiempo y siempre será así hasta que Cristo sea todo en todos!
2. "Correr", pero para correr es necesario tener certezas. Debemos estar bien fundados en las certezas de la razón, en las certezas de la divina Revelación, en las certezas del Magisterio de siempre. Debemos ser los hombres de la certeza y debemos poder dar certezas a los demás. Certezas que tienen su centro en la certeza fundamental, que es la resurrección de Cristo, sin la cual nuestra fe sería vana y vano sería todo nuestro actuar, que se convertiría en golpear el aire.
Por eso me digo a mí mismo y os repito a vosotros: ¿quién más que el sacerdote debe ser el hombre de la certeza?
En una cultura, ya tan generalizada, en la que se privilegia la duda, considerada signo de una mente libre más que estímulo para la búsqueda incansable de la verdad; en la que se privilegia la discusión, a veces transformada en fin de sí misma; en la que se privilegia el diálogo que no tiene como fin deseado la conversión, mientras que las certezas expresarían "dogmatismo", intolerancia y cerrazón; en una cultura así también nosotros sacerdotes estamos expuestos fácilmente a la tentación de ceder ante el miedo a ser considerados integristas, a no ser populares frente a la opinión pública, e incluso ser rechazados por ella. Pero entonces nuestro correr se transforma en un acurrucarse y la gallardía necesaria para nuestro anuncio se debilita, y este se reduce únicamente a los temas de común aceptación y la misionariedad, intrínseca a nuestra identidad, corre el riesgo de desvanecerse o de perder la necesaria integridad.
Si el Divino Maestro hubiera hecho esto, se hubiera puesto de acuerdo con todos, hubiera terminado comiendo con Pilatos, con Anás y Caifás. Todo pacífico, es verdad, pero la humanidad jamás hubiera podido tener la imagen auténtica de la verdad, la claridad del camino y la plena participación en la vida.
La certeza, aunque no sea "a la page" en la cultura mundana corriente, es por sí misma una cualidad positiva del conocimiento y no un defecto. Al contrario, la duda absoluta y el probabilismo, tan lejanos de la justa perseverancia en la investigación y la profundización, son, de por sí, como una enfermedad para el hombre, que ha sido hecho para la verdad. Quien acuse de dogmatismo al sacerdote que predica con humildad las certezas de la fe, en general, en la dialéctica y en los hechos, se revela él mismo depositario de un indiscutible dogmatismo.
3. Nosotros operarios del Evangelio tenemos necesidad de verdades indiscutibles sobre las que apoyar nuestra existencia. Estas verdades fundamentales las poseeremos si el Credo que recitamos se transforma verdaderamente en el punto de referencia de nuestra vida.
La conciencia de la certeza llegará a ser presupuesto y estímulo de nuestra inquietud misionera y de nuestro amor por los hermanos que el Señor pone en nuestro camino, cuando asuma un carácter, no sólo intelectual, sino también existencial. Sólo así se transforma en fuerza propulsora de nuestro "amori tuo nihil praeponentes" y para el cotidiano "viam mandatorum tuorum dilatato corde curramus".
Sólo si estamos dispuestos a vivir existencialmente en nosotros mismos el efecto salvífico de las verdades que creemos en la fe, nuestra vida será verdaderamente comunicativa. Es una transformación que produce en nosotros y en los demás un cambio radical y continuo.
Basta pensar en la Samaritana en el instante en el que conmovida por el anuncio de Cristo, corrió asombrada a anunciar a los demás habitantes de su pueblo: "Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será él el Mesías?" (Jn 4,29). El encuentro con Cristo ha sido para ella un acontecimiento que le ha llegado al corazón de su ser. Por eso corre a comunicarlo a los otros. También la experiencia de Pablo describe muy bien la dinámica del anuncio. Detenido en su carrera por Cristo, que se le apareció en el camino de Damasco, se quedó tan profundamente transformado que en todo su comportamiento se transparentará la presencia viva de una memoria: la de haber encontrado a Cristo. Por esto él se coloca siempre, en cualquier cosa que realice, como misionero. De hecho su anuncio es el reverbero sobre los demás de aquello que le había ocurrido y que continuamente, de nuevo, le ocurría.
Toda la predicación de los Apóstoles tiene como fundamento psicológico y existencial la experiencia de su encuentro personal con Cristo Jesús. Cristo, al inicio de su predicación, reune en torno a sí a los Apóstoles no mediante un discurso intelectual sobre la salvación y sobre la Nueva Alianza, sino a través de una propuesta concreta: la de condividir con Él la vida de cada día: "Jesús, volviéndose, vio a los dos discípulos que lo seguían y les dijo: ¿qué buscáis? Le dijeron: Rabbí, ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved" (Jn 1,38-39).
El Santo que celebramos hoy nos recuerda todo esto.
4. San Benito, con su vida y con su sapientísima Regla, nos recuerda que si no existe un nexo existencial entre aquello que queremos transmitir a los demás y lo que nos ha ocurrido a nosotros, es decir, un nexo entre la verdad anunciada y la experiencia por nosotros vivida, nuestro testimonio no es totalmente verdadero y pierde eficacia pastoral.
Las misiones y la evangelización no son cuestión de publicidad y de "marketing", como tampoco lo son el incremento de las vocaciones sacerdotales y de especial consagración. ¡No! Es cuestión de verdad, de contenidos, de identidad, de oración, de penitencia, de santidad. ¡Es el ámbito de la Gracia!
El cristianismo, la "plantatio" y el crecimiento de la Iglesia (que es Cristo mismo dilatado en el tiempo) no depende de las mesas redondas, de las convenciones, de las técnicas -aunque rectamente utilizadas, puedan ser incluso necesarias- porque se trata de una vida nueva. El cristianismo se comunica cuando esta vida nueva se transmite de persona a persona. He aquí porqué, en medio de todas las dificultades que encontramos en el mundo contemporáneo, quisiera gritar con todas mis fuerzas, que la Iglesia en camino hacia el Tercer Milenio tiene una sola necesidad: ¡Santos y, sobre todo, sacerdotes Santos! Y nosotros debemos llegar a serlo. ¿Utópico? ¡No, al contrario, realista!
Basta con que cada día nos abramos, sin oponer resistencia, a la gracia, para llegar a ser lo que ya somos. Además basta ser testigos de nuestra identidad para que todos seamos misioneros sumamente dinámicos, para hacer fructificar la tarea pastoral para la que hemos sido creados.
¿Qué hizo San Benito, obrero formidable de la civilización cristiana? No ha hecho sino orar y obedecer, sin anteponer nada jamás al amor de Cristo.
5. Corramos, por tanto, hermanos y amigos, libres de cualquier condicionamiento, sin anteponer nada al amor de Cristo, interiormente unificados, realizando todo "ut in omnibus glorificetur Deus"!
Seamos nosotros mismos, es decir, sacerdotes cien por ciento, con nosotros mismos, con los demás, en todo lugar y circunstancia, en nuestro interior y en el modo de presentarnos; seamos signos claros, inconfundibles y coherentes, humildemente orgullosos del carácter que hay en nosotros, fieles a la Iglesia Madre y al Magisterio, siempre al servicio del primado de Dios, en el que únicamente está el verdadero bien de cada hombre. He aquí nuestro primera y fundamental tarea de cara a la nueva evangelización. Así ella no será para nosotros un "slogan", sino una realidad.
La coherencia cuesta, pero es lo único que recompensa en fecundidad y en verdadera felicidad. Si perseveramos en el seguimiento de Cristo Sacerdote, en la eternidad estaremos en el número de aquellos que "siguen al Cordero adondequiera que va" (Ap 14,4) para gozar su felicidad.
En el Apocalipsis Cristo, dirigiéndose al Obispo de Pérgamo, recuerda a Antipas que murió por el Evangelio y, con palabras conmovidas, lo llama "mi fiel testigo" (Ap 2,13). No puede pasarnos desapercibido el hecho de que así Cristo atribuye a Antipas su propio título de Testigo fiel. ¡Mi fiel testigo! Vale la pena dar todo, renunciar a todo, incluso a la vida, para merecer esta alabanza de la boca de Cristo. ¡Si, vale la pena!
Documento relacionado: Discurso del Papa Juan Pablo II a los sacerdotes reunidos en Malta.