Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis atacaron de manera despiadada a los católicos porque veían a la Iglesia Católica como un serio obstáculo, especialmente tras la condena del Papa Pío XI al nacional-socialismo en la encíclica Mit Brennender Sorge del 14 de marzo de 1936.
Karl Leisner nació el 28 de febrero de 1915 en Rees (hoy en el Estado de Renania del Norte-Westfalia, en Alemania), y vivió casi toda su vida en Cléveris, en el mismo Estado. En su familia recibió una buena formación católica, y fue un buen estudiante. En su ciudad fue uno de los promotores de la asociación cristiana de jóvenes Saint-Wernery. A partir de entonces, comienza unas actividades propias de la edad: salidas en bicicleta, acampadas, fuegos de campamento, y todo ello en un ambiente lleno de valores cristianos.
Pero en enero de 1933 el nacional-socialismo llega al poder en Alemania, y las autoridades cierran los locales de organizaciones católicas y confiscan sus bienes. Karl continua moviéndose como católico, pero muy pronto es identificado y fichado por la Gestapo. Su serio trabajo escolar impide que lo expulsen, y obtiene su título de bachiller con buena calificación. Poco después, se plantea su vocación sacerdotal y comienza entonces sus estudios de filosofía y después de teología en la universidad de Münster, viviendo en el seminario de Borromäum.
Las normas académicas exigían que realizase dos semestres en otra universidad a su elección, y escoge Friburgo. Allí se hospeda en casa de la familia Ruby, donde supervisa los estudios de los nueve niños. Ante la armoniosa vida de esta familia, se plantea la pregunta: “¿acaso no seré yo también llamado a fundar una familia cristiana?” Además, siente un cariño especial por Elisabeth, la hija mayor de los Ruby. Comienza así un doloroso combate entre la llamada al sacerdocio y la de la vida de familia. Vence la primera y, tras completar sus estudios, es ordenado diácono en 1939.
Desde hacía algún tiempo, experimentaba una gran fatiga, que atribuía a su crisis de vocación, pero los accesos de tos cada vez mayores confirman otra cosa: una tuberculosis avanzada. Karl se siente aterrado, pero pronto recupera el ánimo: “Tengo que curarme”. Lo envían a un sanatorio en la Selva Negra. Al seguir las indicaciones médicas, va mejorando. Mientras tanto, ha estallado la guerra y Europa está en llamas.
Tras la noticia del fallido atentado de Hitler de 1939, Karl hace un comentario en su habitación: “Lástima que no haya muerto”. Su compañero le denuncia y ese mismo día es conducido a la prisión de Friburgo. Poco tiempo después, es enviado a un campo de concentración. Su nombre queda abolido y, en adelante, se le llamará por su número: 17.520. Con la cabeza rapada, vestido con el pijama rayado de los prisioneros, ya no posee derecho alguno. En el campo reina el miedo al látigo y al trabajo sobrehumano, así como al hambre terrible con una permanente angustia por el futuro. A instancias del episcopado alemán, se decide agrupar a todos los eclesiásticos en un solo campo, en Dachau, donde quedarían sometidos a condiciones menos inhumanas, y Karl es trasladado allí. Al menos se le permite asistir a Misa, lo cual constituye un enorme consuelo.
El año 1942 es muy duro, con un invierno gélido y la salud de Karl se resiente. Un día, un vaso sanguíneo pulmonar se rompe y le provoca una hemorragia. Se le envía a la enfermería, de donde volverá en tres periodos a los barracones de los sacerdotes sin estar todavía recuperado. A causa de su enfermedad, Karl forma parte del grupo de “bocas inútiles”, y le incluyen en las listas de los que deben ser enviados a las cámaras de gas. Dos sacerdotes consiguen borrar su nombre, y puede continuar hospitalizado.
En 1944 llega a Dachau un convoy de deportados franceses, entre los que se encuentra un obispo: monseñor Gabriel Piguet. Entre los detenidos circula enseguida un rumor: ¿Por qué no ordena a Karl? En su lecho de sufrimiento, Karl exclama para sí: “¿Ordenado en Dachau? ¡Impensable!”, pero la idea va tomando cuerpo. Entre otras cosas, se precisaba la autorización de su obispo, pero ¿cómo pedirla? En una arriesgada maniobra consiguen hacerle llegar la petición. A principios de diciembre de 1944, Karl recibe una carta escrita por una de sus hermanas, que incluye en medio del texto las siguientes palabras con una escritura diferente: “Autorizo las ceremonias solicitadas, a condición de que puedan ser realizadas de forma válida y de que quede prueba evidente”. A continuación, firma monseñor von Galen.
A partir de ese momento, se prepara con gran secreto la ordenación clandestina. Con la complicidad de varios detenidos, se confecciona un anillo episcopal, un báculo de madera, una mitra con seda y unos ornamentos en tejido violeta, y el domingo 17 de diciembre tiene lugar la ceremonia. Karl, fortalecido mediante una inyección de cafeína, viste alba blanca y estola diaconal; en el brazo izquierdo porta la casulla plegada, y en la mano derecha una vela encendida: nada se omite de los ritos previstos. Sus encendidas mejillas delatan la fiebre del enfermo, y la emoción de los trescientos testigos. Durante la ceremonia, un deportado judío se sitúa fuera tocando el violín, para desviar la atención de los guardias.
Un testigo presencial describía posteriormente los hechos de aquella jornada gloriosa: “El diácono yace extendido con su blanca alba delante del altar. El Obispo y los sacerdotes presentes, cantan las invocaciones de las Letanías de los Santos. Muchos de los presentes recordarían, en ese preciso instante, como habían sido obligados, a punta de pistola, a arrastrarse por la plazoleta del campo de concentración, desde la entrada, sin usar las manos, para que supieran que desde ese momento abandonaban su condición de seres humanos. Este, empero, que yace allí está elegido para ser más que un hombre; una dignidad inefable le será conferida. Después el Obispo y en seguida todos los sacerdotes presentes, ponen encima de él sus manos. El Espíritu Santo desciende. Carlos María Leisner es sacerdote por toda la eternidad”.
Al terminar la ceremonia, monseñor Piguet y Karl se reúnen alrededor de un desayuno que les han reparado un grupo de pastores protestantes: mantel blanco, tazas de porcelana, café, pastas…
Karl era ya sacerdote y su alegría era inmensa, pero ¿cómo celebrar la santa Misa? En el campo de concentración parecía imposible. Con la misma complicidad que para la ordenación, el 26 de diciembre logra celebrar en la prisión su primera Misa. Lo hace con emoción, pero en un estado físico muy lamentable. Afortunadamente, el final de la guerra está cerca, y los norteamericanos liberan Dachau en abril de 1945. Karl es enviado entonces a un sanatorio cerca de Münich, poco después pueden ir a visitarle sus padres y sus hermanos. El 25 julio Karl celebra ante ellos su segunda y última Misa. Su estado físico no le permite volver a hacerlo. Uno de esos días le comunica a su madre: “Mamá, voy a hacerte una confidencia, pero no quiero que estés triste. Sé que voy a morir pronto, pero soy feliz”. El 12 de agosto entra en agonía, y su vida se apaga apaciblemente.
El 23 de junio de 1996, el Papa Juan Pablo II le proclamó beato junto a más 100 mártires de la Segunda Guerra Mundial.
Con información de varias fuentes.