La enfermedad de la depresión patológica o simplemente existencial constituye una experiencia que ha acompañado al hombre desde los civilizaciones más antiguas. De ser un fenómeno esporádico se ha convertido con el paso de los años en una auténtica epidemia, quizá a causa de la cultura de la falta de sentido y de la muerte que se da en el pensamiento postmoderno. La depresión no tiene sólo un aspecto médico psíquico, sino también social por las repercusiones de la enfermedad en el entorno del enfermo.
El sacerdote que encuentra en su trabajo ministerial a un enfermo de depresión ha de tener en cuenta que debe, ante todo, darle consuelo y esperanza. Muchas veces ha de procurar incluso ayudar al enfermo a que dé sentido a su vida, pues en bastantes ocasiones -en mayor o menos medida, según la gravedad de la enfermedad- el enfermo lo ha perdido. Igualmente procurará quitarle, si es el caso, sentido de culpabilidad ante la enfermedad: el enfermo ha de reconocerla como lo que es, una enfermedad, y por lo tanto, no es responsable de ella.
Si entre las personas que acuden al sacerdote en busca de ayuda espiritual, llegan personas que manifiesten síntomas de depresión, el sacerdote debe tener en cuenta que su misión es espiritual, no médica. Por ello no puede pretender sustituir al profesional de la psiquiatría, y sus consejos han de centrarse en la vida espiritual de la persona. Viene bien, sin embargo, conocer los síntomas de la depresión.
La Asociación Americana de Psiquiatría afirma que los siguientes síntomas, cuando tienen duración de más de dos semanas, pueden conducir a una depresión o bien referirse ya a una persona con una depresión:
1. Cambio de apetito, bien sea su pérdida y la correspondiente caída del peso, o su incremento y el correspondiente aumento de peso.
2. Insomnio o exceso de sueño y cansancio permanente.
3. Falta de energía.
4. Pérdida de interés o placer por actividades normalmente disfrutadas por la persona.
5. Sentimiento de poco valor personal, cargo de conciencia o sentimiento de culpa.
6. Disminución de la capacidad de concentración y perturbación de otras actividades mentales.
7. Pensamientos recurrentes de muerte y pensamientos suicidas.
El estado de ánimo triste es un malestar psicológico frecuente, pero sentirse triste o deprimido no es suficiente para afirmar que se padece una depresión. Este término puede indicar un signo, un síntoma, un síndrome, un estado emocional, una reacción o una entidad clínica bien definida. Por ello es importante diferenciar entre la depresión como enfermedad y los sentimientos de infelicidad, abatimiento o desánimo, que son reacciones habituales ante acontecimientos o situaciones personales difíciles. En la respuesta afectiva normal nos encontramos con sentimientos transitorios de tristeza y desilusión comunes en la vida diaria. Esta tristeza, que denominamos normal, se caracteriza por ser adecuada y proporcional al estimulo que la origina, tener una duración breve, y no afectar especialmente a la esfera somática, al rendimiento profesional o a las actividades de relación.
Según Salvador Cervera, profesor de psiquiatría de la Universidad de Navarra, “en la depresión como estado patológico se pierde la satisfacción de vivir, la capacidad de actuar y la esperanza de recuperar el bienestar. Se acompaña de manifestaciones clínicas en la esfera del estado de ánimo (tristeza, pérdida de interés, apatía, falta del sentido de esperanza), del pensamiento (capacidad de concentración disminuida, indecisión, pesimismo, deseo de muerte, etc.), de la actividad psicomotriz (inhibición, lentitud, falta de comunicación o inquietud, impaciencia e hiperactividad) y de las manifestaciones somáticas (insomnio, alteraciones del apetito y peso corporal, disminución del deseo sexual, pérdida de energía, cansancio, etc.). Este conjunto de síntomas ponen de manifiesto que nos hallamos ante un estado patológico específico, netamente distinto de la tristeza normal y que adquiere formas e intensidades bien definidas. Y en ese sentido se han establecido diversas formas clínicas de depresión internacionalmente aceptadas, que de menor a mayor intensidad son: 1. Reacción depresiva; 2. Trastorno depresivo mayor; 3. Distimia; 4. Trastorno bipolar; 5. Trastorno depresivo orgánico; 6. Depresión melancólica; 7. Depresión psicótica. Cada una de ellas con rasgos diferenciales clínicos bien establecidos”.
Actitud pastoral del sacerdote ante el enfermo de depresión
El Papa Juan Pablo II, en el discurso a los participantes en la Conferencia Internacional sobre la depresión, indicó que “la depresión es siempre una prueba espiritual. El papel de quienes atienden a una persona deprimida sin una función específicamente terapéutica consiste sobre todo en ayudarla a recuperar la propia estima, la confianza en sus capacidades, el interés por el futuro, las ganas de vivir. Por eso, es importante tender la mano a los enfermos, hacerles percibir la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad de fe y de vida en la que se sientan acogidos, comprendidos, sostenidos, en una palabra, dignos de amar y de ser amados”.
En el cuidado espiritual de esta persona debe estar siempre presente la compañía y la eficacia de la gracia de la adopción divina. En Cristo hemos sido reconciliados con el Padre (cfr. Romanos 5,10). Dios nos recibe y quiere como somos: redimidos por Jesucristo y regalados con la presencia y gracia del Espíritu Santo. El sacerdote, en los casos de enfermos de depresión, ha de esmerarse en su atención. El primer consejo para el sacerdote se refiere a la paciencia que ha de mostrar: muchas veces estas personas requieren bastante atención por parte del sacerdote. Procure, en esos casos, atenderle con amabilidad, aunque en los casos más agudos puede hacerle comprender, con delicadeza, que hay más gente esperando al sacerdote. En cualquier caso, el sacerdote ha de estar prevenido para dedicarle más tiempo del habitual.
El segundo consejo es la comprensión: quien padece depresión, sufre verdaderamente, y a veces bastante. Y muchas veces parte de su sufrimiento consiste en la imposibilidad de demostrar su sufrimiento, pues -al no ser una enfermedad física- no tiene síntomas mesurables: no se puede medir, como sí se puede medir la fiebre o la profundidad de una herida. Parte de su sufrimiento, pues, consiste en que -a veces- quienes conviven con él no le comprenden o no terminan de “creer” su sufrimiento. Por lo tanto, el sacerdote no pondrá nunca en duda su sufrimiento ni le quitará importancia. Puede, eso sí, darle argumentos sobrenaturales, y ayudarle a llevarlo por amor de Dios.
También es prudente, desde las primeras veces que se vean, que el sacerdote compruebe si acude al médico: si el sacerdote piensa que debería acudir y no lo hace, quizá debería aconsejarle que vaya. Si va regularmente al médico, el sacerdote ha de tener en cuenta los consejos de los profesionales de la psiquiatría. En ese caso, puede pedir al enfermo, dentro del ámbito de la dirección espiritual, que siga los consejos del médico, aunque le resulten difíciles. De todas maneras, se impone prudencia a la hora de valorar los consejos de los médicos: un médico, para tratar la depresión, no debe dar consejos ilícitos o contrarios a la moral. Si se diera el caso, el sacerdote deberá desaconsejar que cumpla esos consejos, y procurará orientar al enfermo a otro médico que tenga recto criterio moral.
También es recomendable hacerle valorar el sentido del sufrimiento como parte del plan previsto por Dios para la salvación. Hacerle ver al enfermo que su sufrimiento, si lo ofrece a Dios, tiene valor. Muchas veces le ayuda darle al enfermo intenciones concretas por las que ofrecer su sufrimiento: el Papa, o asuntos de la Iglesia, o necesidades locales o personales y familiares. Quien acompañe espiritualmente al enfermo de depresión, puede sugerirle que se una al sufrimiento del Señor en la cruz, no a su sufrimiento físico, sino a las palabras que el Señor pronunció: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
El enfermo de depresión desde luego es capaz de llevar una profunda vida interior. Ciertamente la hondura de su vida interior no será cuantitativa, sino cualitativa. Se ha de valorar el esfuerzo del paciente por llevar una vida interior, sin compararlo con el de una persona sana. Normalmente cualquier actividad le cuesta mayor esfuerzo que a una persona sana. Pero -aun cuando su vida interior sea cuantitativamente inferior- un enfermo de depresión no ha de renunciar a tener vida de oración, y todo lo que lleva consigo una auténtica vida interior. Es más, su vida de relación con Dios puede suponer un consuelo y una referencia clara para el enfermo, y muchas veces le ayudará a superar antes la depresión.
El sacerdote, por otro lado, ha de prestar atención a la familia del enfermo, para ayudarles también a ellos a que sepan ver la voluntad de Dios en el hecho de que en su familia haya un enfermo.