Me llamó la atención escuchar una conversación de dos universitarios católicos, cuando decían que no habían entendido la homilía del Papa en el Corpus Christi. Estas deficientes “entendederas” nos pueden hacer valorar aún más los esfuerzos de Benedicto XVI en su predicación. En efecto, uno de los temas claves, subrayados por el Papa de nuevo en estas últimas semanas, es el del carácter sacerdotal de la vida cristiana.
Concretamente, en esa homilía del Corpus Christi, Benedicto XVI lo exponía partiendo del sacerdocio de Jesucristo.
En primer lugar, observaba que Jesucristo no es sacerdote a la manera de los sacerdotes judíos. De hecho “Jesús tomó distancia de una concepción ritual de la religión, criticando la postura que daba mayor valor a los preceptos humanos ligados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor de Dios y al prójimo, que como dice el Evangelio, “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). Esta actitud se tradujo, dentro del Templo de Jerusalén, en el gesto de expulsar a los cambistas y vendedores de animales, que servían a la ofrenda de los sacrificios tradicionales.
En segundo lugar, ¿cómo es sacerdote Jesucristo? La Carta a los Hebreos dice que Jesucristo es sacerdote “según el orden de Melquisedec”, que ofreció pan y vino. También Jesús –explicaba el Papa– “ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y a su propia misión”.
Jesús se hizo “Cordero de Dios” que quita los pecados del mundo, grano de trigo que muere en tierra para dar mucho fruto. Se entregó a la muerte por el amor a su Padre y a todas las personas de todos los tiempos. Pues bien, ese amor es el Espíritu Santo, que realizó la Encarnación del Verbo, y que “ungió” a Jesús como sacerdote, mediador universal de salvación, especialmente en su pasión. Por ese mismo amor, Jesús se da en la Eucaristía a través del pan y del vino transformados en el cuerpo y sangre del Señor, adelantando así su pasión y muerte en la Cruz. De esta manera se “transforma la extrema violencia y la extrema injusticia en un acto supremo de amor y de justicia”.
En conclusión, “esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y del ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios”.
El sacerdote debe “perderse a sí mismo” tomando la cruz. De ahí que “el que aspira al sacerdocio para un aumento del propio prestigio personal y el propio poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio”. El sacerdote no puede ir detrás de la ambición o del éxito, pues se verá obligado a someterse a las modas y las opiniones; de esta manera se amará a sí mismo y se perderá a sí mismo pero sin conformarse a la voluntad de Dios, donde se encuentra “la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio”. En la Eucaristía debe aprender a enterrarse como el grano de trigo, a identificarse con “el amor mismo de donación de Cristo crucificado”. Tal es –subrayaba– el camino de la espiritualidad sacerdotal y la acción pastoral. Y en ese ofrecer la propia vida muriendo a uno mismo consiste también el sacerdocio común de los bautizados.
Así lo comprendieron y testimoniaron, entre muchos santos, los dos que citó Benedicto XVI: Máximo el Confesor y Edith Stein. “También en la época actual –concluía el Papa– muchos son los cristianos en el mundo que, animados por el amor por Dios, asumen cada día la cruz, sea la de las pruebas cotidianas, sea la procurada por la barbarie humana, que a veces requiere el valor del sacrificio extremo”.
A este propósito, cabe recordar unas palabras de Juan Pablo II el día de la beatificación de Edith Stein (1-V-1987). Afirmó que, estudiando intensamente a Santo Tomás de Aquino, ella llegó a la conclusión de que es posible “practicar la ciencia como una liturgia… “. Era una consecuencia del espíritu sacerdotal que impregnaba su existencia. Otros cristianos de nuestro tiempo como Dorothy Day (1987-1980), dijeron cosas parecidas de la atención a los necesitados, como ya habían señalado los Padres de la Iglesia.
Y es que el sacerdocio común de los bautizados consiste en esto: por el amor del Espíritu Santo, los cristianos ofrecen toda su vida (sus trabajos, su vida familiar y social, sus actividad sociopolítica, el descanso y la enfermedad, etc.), ejercitando así, en la Eucaristía –y por medio del ministro–, la consagración sacerdotal que recibieron en el Bautismo. Por su parte, el sacerdote-ministro, a la vez que consagra el pan y el vino, “frutos de la tierra y del trabajo de los hombres”, actualiza la consagración sacerdotal de la vida cristiana en cada Misa. Luego, cada uno de los que comulgan reciben a Cristo para vivir con Él día a día y, como dice el Papa, “transformar el mundo con el amor de Dios”. Así se articulan orgánicamente esas dos participaciones del sacerdocio de Cristo: el sacerdocio de los ministros ordenados (los obispos y los presbíteros) al servicio del sacerdocio común de todos los bautizados.
De este modo –con el alimento de la Eucaristía prolongado en la oración y en unión profunda con la Cruz– los cristianos pueden ejercer el sacerdocio que poseen desde su Bautismo. Muriendo a sí mismos por el amor que ponen en todas sus tareas, contribuyen a que los frutos de la redención sigan llegando a todas las personas. Este es el sentido sacerdotal de la vida cristiana que lleva a participar del sacerdocio de Cristo y la misión de la Iglesia, para gloria de Dios y salvación del mundo.
Ramiro Pellitero pertenece al Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra