En torno a la fiesta de San José, celebramos el Día del Seminario. Es una jornada ya tradicional, bien conocida por los cristianos, cuyas finalidades no hace falta explicar. Rezamos por las vocaciones, nos comprometemos un poco más con la vida de nuestro Seminario, ayudamos con nuestras aportaciones a la formación de nuestros seminaristas.
El deseo y la decisión de ser sacerdote es difícil de entender en muchos de nuestros ambientes. Sólo se puede entender desde una valoración viva e intensa de lo que es Jesucristo para nosotros, de la importancia y la necesidad de la fe en El para encontrar los verdaderos caminos de la vida.
En la vida de un joven siempre hay un momento en el que uno se plantea cómo emplear la vida, qué tipo de vida quieres llevar o qué función social quieres desempeñar. Para que haya una vocación al sacerdocio, en ese momento tienen que darse dos cosas: una estima muy grande de Jesucristo, un deseo sincero de vivir en estrecha relación de fe y de amor con El. Y, a la vez, el deseo de dedicar la vida entera a colaborar con El en el anuncio del evangelio, en la atención religiosa a los cristianos, en la continuación de su obra salvadora a favor de los hermanos y del mundo.
Curiosamente estos sentimientos nacen en los corazones de muchos jóvenes, en edades diferentes, lo mismo a los 25 o 28 como a los 12 o 15 años. Cuando hay una vida cristiana un poco intensa es fácil que surja esta llamada a dedicar la vida al servicio del evangelio, al servicio de la vida espiritual de los cristianos, el deseo de ayudar a todos a encontrar en Jesucristo la verdad y la plenitud de la vida.
A veces este sentimiento necesita años para consolidarse, para llegar a ser una verdadera decisión y un proyecto de vida. Antes hay que reflexionar, rezar, superar indecisiones y temores, dejar atrás otros proyectos posibles y centrarse en una decisión concreta y eficaz. En este camino es muy conveniente comentar esta situación con algún buen amigo, con un catequista formado, con un sacerdote de confianza.
Hoy, gracias a Dios, está muy claro que el joven que va al Seminario no lo hace por solucionarse la vida, ni para encontrar unos estudios baratos, ni mucho menos para conseguir un puesto social relevante. Los muchachos que ahora van al Seminario lo hacen sabiendo que tienen que renunciar a la prosperidad económica y al éxito social, a cambio de una vida enriquecida por su estrecha relación espiritual con Jesucristo, dignificada por la calidad de sus motivaciones, de su disponibilidad, de su entrega total y continua para servir a los demás en el conocimiento de Jesucristo y en la práctica de la vida cristiana.
La Virgen María es el modelo de todos los amigos de Jesús, de todos los servidores de la Iglesia, de todos los que quieren crecer y servir en el mundo del espíritu, de la relación con Jesús y con el Padre celestial, de cuantos esperan de verdad la vida eterna.
Solo quien lo mire así podrá comprender que haya chicos normales, con la vida bien resuelta o por lo menos bien encarrilada, que lo dejen todo y se vayan al seminario, con entera libertad, para ser un día sacerdotes en un pueblo, en una parroquia de barrio, en cualquier sitio donde haya una Iglesia, un altar y unos centenares o miles de personas que creen en Jesús y quieran alimentarse con su palabra, recibir su perdón y vivir en la Iglesia, en el amor fraterno y en la esperanza de la vida eterna.
Todo esto es posible y real en nuestro mundo. Ahí están los números de las estadísticas, para unos buenas, para otros regulares o todavía malas. Pero cada seminarista es un don de Dios y una maravilla de su gracia, una riqueza de la Iglesia, una gran esperanza para todos. Porque un buen sacerdote es un sincero y generoso servidor de las personas, de las familias, de la sociedad entera. En sus dimensiones más hondas y más decisivas. Muchos no lo ven, pero es así. Quienes vivimos dentro de la Iglesia lo sabemos muy bien.
Son las familias cristianas las que más cuentan en este asunto. Siempre digo que los sacerdotes no nacen en el Seminario, ni en el Obispado, sino en sus casas, en las familias cristianas. Lo más decisivo es el ambiente religioso de la familia y la piedad aprendida y practicada en esos años en los que los niños y jóvenes crecen bajo la influencia espiritual de la familia. Luego interviene la parroquia, el grupo o la comunidad. Pero la buena tierra que hace posible que crezca la planta de la vocación es la piedad y la vida espiritual que uno ha recibido en el clima espiritual de la propia familia.
Por eso en este día tenemos que rezar mucho para que haya padres cristianos que sean capaces de educar a sus hijos cristianamente suscitando en ellos una visión cristiana de la vida, de los valores, de las aspiraciones y los comportamientos, ayudándoles a desarrollar sentimientos y afectos de piedad hacia Jesucristo, la Virgen María, la Iglesia, los sacramentos, convicciones y valoraciones religiosas y morales que les permitan valorar una vida dedicada, con Cristo, al crecimiento espiritual y a la salvación de las personas. Una familia, una parroquia, una Iglesia que de verdad desea y pide a Dios sacerdotes, los tendrá. Al desearlos, ellas mismas se hacen capaces de engendrarlos. Dios lo quiera.
Monseñor Fernando Sebastián Aguilar es Arzobispo dimisionario de Pamplona y Tudela (España)
Fuente: Religión en Libertad, 27 de marzo de 2009