El sacerdote es, ante todo, servidor de Dios y del pueblo cristiano. El sacerdote es mediador entre Dios y los hombres. Su función primordial es presentar ante Dios las necesidades y los ofrecimientos de sus hermanos los hombres, y llevar la gracia de Dios ante los hombres. Está colocado entre Dios y los hombres para servir de mediador. En este sentido, solo Jesucristo es perfecto Mediador, y solo Él tiene el perfecto sacerdocio. Los sacerdotes participan del sacerdocio de Cristo. El Señor es perfecto Mediador porque Él es verdadero Dios y verdadero Hombre: en la Cruz consumó su sacrificio de una vez para siempre, y los sacerdotes lo renuevan en la Santa Misa, haciendo que los hombres reciban de un modo más eficaz la gracia del sacramento. Cada vez que el sacerdote celebra la Misa, hace presente entre los hombres el sacrificio del Señor en la Cruz y obtiene méritos y gracias por la Iglesia y la humanidad entera. Ello es independiente de que haya pueblo asistiendo a la Misa.
Por lo tanto, se puede decir que el mayor beneficio que un sacerdote puede hacer por los hombres es la celebración frecuente de la Misa. No en vano los documentos del Magisterio eclesiástico alientan a los sacerdotes a la celebración frecuente de la Eucaristía, incluso diaria. Muchas veces el sacerdote tiene obligación en justicia de la celebración de la Misa (por razón de la oferta recibida en estipendio o para el cumplimiento del precepto dominical de los fieles, por ejemplo), pero habrá otras ocasiones en que el sacerdote celebre la Misa sin ninguna obligación. También puede ocurrir que un sacerdote celebre la Misa habitualmente sin asistencia del pueblo y sin que medie una obligación. En ese caso, ese sacerdote está cumpliendo perfectamente con aquello que Dios y la Iglesia espera de él porque ofrece el Santo Sacrificio del Altar por el pueblo. Ese sacerdote cumple con su vocación con la celebración de la Misa.
No nos podemos olvidar que la eficacia de la Misa no radica en la homilía o en la calidad de la celebración litúrgica (presentación de las ofrendas bien organizadas o intenciones de la oración de los fieles bien seleccionadas, por poner unos ejemplos) sino del efecto sacramental que se deriva de la renovación del sacrificio del Señor en la Cruz. El sacerdote debe predicar con frecuencia y preparar bien las homilías, y la Iglesia impone la obligación de predicar determinados días; igualmente a los fieles les viene bien asistir a una celebración bien organizada, y quizá el sacerdote comete omisión si descuida estos aspectos. Pero sin olvidar que en una Misa todo ello es accidental, porque lo sustancial es la renovación del sacrificio. Por la gracia de Dios, la verdadera eficacia de la Misa deriva de la consagración, no de la homilía o de la presentación de las ofrendas. Los sacerdotes que celebran la Misa sin homilía o incluso sin pueblo, ejecen su función sacerdotal tan bien como los sacerdotes que tienen multitudes en su iglesia.
Los sacerdotes que no tienen pueblo encomendado a su cuidado pastoral, tienen igualmente obligación de mediar entre Dios y los hombres. La misión canónica concreta el pueblo cristiano al que debe entregarse el sacerdote, pero los sacerdotes que no tienen misión canónica (o mejor, aquellos cuya misión canónica no incluye la cura de almas de una determinada porción del pueblo de Dios), como los estudiantes o los enfermos o retirados, deben ofrecer también sacrificios por el pueblo pues son sacerdotes, y por ello mediadores entre Dios y los hombres. Aunque -como se comenta más arriba- no tengan obligación de celebrar la Misa quizá por haber recibido un estipendio, sin duda el pueblo cristiano quedará beneficiado por la gracia que se deriva de la Misa que celebra ese sacerdote. La caridad sacerdotal y el celo por las almas llevará a celebrar la Misa con frecuencia. Nos referimos -recordamos- a la caridad cristiana que le debe impulsar a ofrecer la Misa, no solo la piedad del sacerdote.
La eficacia deriva además de la acción realizada, no de las disposiciones del celebrante. El sacerdote, por ello, no debe preocuparse por su indignidad para celebrar la Misa; ciertamente nadie es digno de celebrar tan augusto misterio, lo cual lleva además a considerar la humildad del Señor que se aviene a bajar a nuestras manos pecadoras. Sin embargo, el sacerdote debe procurar celebrar con las mejores disposiciones. Recordamos que si un sacerdote se atreviera a celebrar la Misa con conciencia de pecado mortal, cometería un grave sacrilegio. Si en alguna ocasión se ve obligado a celebrar la Misa en esta situación, ha de hacer un acto de contrición lo más perfecto posible, lo cual incluye el propósito de acudir al sacramento de la confesión cuanto antes (cf. canon 916).
Pero por encima de este requisito el sacerdote ha de procurar celebrar la Misa con las mejores disposiciones, preparándose adecuadamente. La piedad del sacerdote y su amor por Él hará que no se contente con la celebración atenta y cuidadosa de la Misa. Es recomendable que el sacerdote se recoja en oración antes de comenzar la Misa un tiempo, e igualmente permanezca unos minutos en la iglesia o capilla para dar gracias al Señor por el don recibido. Si el sacerdote tiene el propósito de hacer oración mental a diario, quizá el mejor momento es precisamente antes de la Misa. Igualmente sería deseable que después de la Misa pudiera dedicarse a la acción de gracias, sugiriendo si acaso a quienes entren en la sacristía a resolver asuntos que esperen unos minutos. Ciertamente a veces no es fácil seguir estos consejos. Pero en cualquier caso agradaremos al Señor si ve nuestro esfuerzo por prepararnos adecuadamente y por darle gracias por la celebración de la Misa.
La celebración de la Misa debe aprovechar a la piedad del sacerdote, que al celebrar la Misa está impersonando a Cristo. En la Misa el sacerdote presta su voz al Señor. Es como si el Señor se rebajara a obedecer al sacerdote, pues la transubstanciación se realizará cuando el sacerdote quiera pronunciar las palabras de la consagración. Ello debe alentar al sacerdote a tratar a Cristo que se hace presente en el altar con mucho amor y delicadeza. Jesús se allana a quedarse en nuestras manos; hagamos de ellas un trono como el que no tuvo en Belén o como no tuvo el Viernes Santo. El trono se hará ante todo por el amor que le tratamos en esos momentos. Si otros maltratan al Señor, nosotros le cuidaremos y le querremos, haremos que el Señor se quede contento de haber realizado la obra de la redención al ver nuestra actitud. Eso lo haremos principalmente en el altar y especialmente cuando viene a nuestras manos.
La preparación se debe hacer no solo con la oración, sino con el ejemplo de vida que ofrece el sacerdote. El ministro de Cristo debe ser modelo de virtudes porque tiene trato directo con Él y lo tiene en sus manos a diario. Los fieles deben reconocer en el sacerdote al mismo Cristo a quien representa sacramentalmente. Por ello, la celebración de la Misa debe provocar en el sacerdote además el deseo de imitar lo que hacemos.
Entre las virtudes sacerdotales destaca la caridad. Hemos de imitar al Señor que se entrega en la Eucaristía. De ahí nace la consideración de la Eucaristía como sacramento de caridad. No en vano el Señor instituyó el mandato del amor fraterno en la misma ocasión que instituyó el sacramento de la Eucaristía; es como si el Señor que nos dice “amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34), quisiera poner su entrega en la Eucaristía como ejemplo de amor supremo a los hombres. El sacerdote que celebra frecuentemente el misterio de amor de la Eucaristía debe ser hombre de caridad.
Del mismo modo, el recuerdo del misterio celebrado ha de prologarse durante la jornada del sacerdote. Durante el resto del día podrá dar gracias a Dios por el don del sacramento que ha celebrado, y le impulsará a vivir su fe como corresponde a un ministro del sacramento de la caridad.
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