Meditación de cuaresma dirigida por Alfonso martínez Sanz
1. El sacerdote ha de ser santo
Los obispos vasco-navarros, en una Carta Pastoral con ocasión de la cuaresma, escribían a los sacerdotes:
“La invitación a la conversión al amor de Dios y de los hombres es una gracia que hemos de ignorar ni menospreciar. A lo argo de la cuaresma hemos de ser, de forma especial, servidores del ministerio de la conversión y la reconciliación de los demás. Pero hemos de sentirnos también personalmente incorporados al proceso de conversión de nuestras comunidades cristianas que nos han sido confiadas”.
La cuaresma es tiempo de conversión para el sacerdote, si quiere ser auténtico servidor de la conversión y reconciliación de los demás. De lo contrario, al estar permanentemente hablando de conversión, si él no intentara convertirse, sería un poco como los fariseos, de los cuales dijo Jesús a los que le escuchaban que hicieran lo que les decían, pero no lo que hacían.
San Juan de Ávila, en una de las pláticas dirigidas a los sacerdotes de Córdoba, les hacía esta consideración:
-“Mirémonos, padres, y vernos hemos semejantes a la Sagrada Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre… ¿Por qué los sacerdotes no son santos, pues es el lugar donde viene Dios?… Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales… conviene gran santidad”.
Gran santidad ha de alcanzar el sacerdote. Está llamado a una santidad de altar, aunque nunca lo canonicen nunca. El sacerdote es el homo Dei (I Tim 6, 11), y no viviría como hombre de Dios, si no intentara de verdad ser santo del todo. El sacerdote, decía San Clemente Romano, es “como otro Dios en la tierra”, y santo ha de ser, como Dios es santo. Después de participar en una Eucaristía celebrada por el Santo Cura de Ars, el gran literato francés A. Lamartine afirmaba: “he visto a Dios en un hombre”. Solo si el sacerdote procura ser santo verán a Dios en él.
Pero el sacerdote alcanzará la santidad, viviendo en plenitud su sacerdocio, del que Santo Tomas de Aquino enseñó: “La esencia del sacerdocio consiste en un ardiente deseo de promover la gloria de Dios y la salvación del prójimo”. Dos son, por lo tanto, los fines esenciales del sacerdocio: promover, en todo momento, la gloria del Dios Uno y Verdadero, e intentar, a toda hora, la salvación de sus hermanos. En la medida que vaya esforzándose y ponga amor por conseguir estos fines, irá creciendo en santidad personal.
Eso es, en definitiva, lo que Cristo hizo, tal con aparece en la oración del Cenáculo: “Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste…” (Jn 17, 1-5). Por mucho que se mueva el sacerdote, por muchas reuniones que tenga, por muchas programaciones que haga, si no tiene como objetivo principal la gloria de Dios y la salvación de los hermanos, no ejerce su ministerio, según el querer de Dios y, quizá, se le puedan aplicar aquellas duras palabras que el profeta Malaquias dirigía a los sacerdotes de su época:
-“Para vosotros, sacerdotes, este decreto: Si vosotros no escucháis y decidís de corazón dar gloria a mi nombre, dice el Señor de los ejércitos, yo mandaré sobre vosotros la maldición, y haré maldición de vuestra bendición… y os echaré al rostro la inmundicia, la basura, de vuestras solemnidades” ( Mal 2, 1-3).
2. El sacerdote también es pecador
El sacerdote está llamado a la santidad, pero es pecador igual que todos los bautizados. Como el rey David, también el sacerdote ha de afirmar: “en pecado me concibió mi madre”. O como San Pedro: “soy un hombre pecador”. El sacerdote es sujeto de tentación lo mismo que los demás. Siente la tentación del dinero y del poder, del egoísmo y de la soberbia, de la sensualidad y de la comodidad. En su interior, percibe actitudes pecaminosas, que le conducen a pecados concretos. El sacerdote es también pecador, y ha de reconocerlo con humildad y sinceridad. Y, porque es pecador, el sacerdote está necesitado de conversión igual que los demás.
La fórmula que emplea al imponer la ceniza “convertíos y creed el Evangelio” es, sin lugar a duda, una invitación de Dios y de la Iglesia a que se convierta. “Conviene empezar por purificarse antes de purificar”, decía San Gregorio Nacianceno. En la segunda lectura del Miércoles de Ceniza, el sacerdote y el laico por igual han de intentar vivir las palabras de San Pablo a los corintios: “os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios” (II Cor 5,20-6,2). Esto exige una conversión radical, un modo nuevo de vivir la entrega, una metanoia, en su sentido más genuino y original.
La conversión no es, por lo tanto, sólo levantarse de todo aquello que aparta de Dios. Es comenzar a caminar, reencontrar la fuerza del amor, que no puede dejar de ser dinámico y progresivo. Es, como decían los obispos de la Archidiócesis Tarraconense, empezar a vivir “un proyecto de vida, concebido con claridad y muy de veras querido, que sea traducción … de las exigencias del amor recuperado, o de las posibilidades de eliminar cuanto le es obstáculo”.
No estaría mal que el presbítero se haga muchas veces, a lo largo de la cuaresma, las preguntas que San Josemaría Escrivá aconseja en Es Cristo que pasa:
-“La Cuaresma nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo? ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión?”
La conversión que Dios pide a los que han recibido el sacerdocio ordenado, además de pasar por el sacramento de la Penitencia, ha de estar vertebrada por dos grandes ejes: la oración y la penitencia. Sin oración o sin penitencia, la conversión personal es muy difícil que se de, por no decir que es imposible.
3. Momentos de silencio orante
Los evangelios de los dos primeros domingos de cuaresma, del ciclo C, presentan a Jesús retirado para orar. Oración y penitencia, en el desierto, durante cuarenta días. Oración, acompañado de Pedro, Santiago y Juan, en el monte Tabor. Imitando a Cristo, el ministro ordenado ha de retirarse para orar durante un tiempo prolongado.
En el itinerario de conversión cuaresmal -y en todo tiempo-, el sacerdote ha de defender y cuidar sus ratos largos para hacer silencio orante u oración en silencio. Hay mucho ruido en su interior y a su alrededor. Mucho ruido externo físico, en relación al cual aumentan, cada vez más, las protestas de los ciudadanos ante los organismos oficiales. Mucho ruido, promovido por los problemas sociales que le tocan vivir. Y, en el interior de la persona, el ruido no suele ser menor. Porque se tiene miedo a la soledad, se tiene miedo al silencio y se opta por el ruido, leía hace poco.
Existe un ruido interior provocado por las pasiones que, con frecuencia, se despiertan y polarizan la atención de la persona, hasta hacerle perder la paz, incluso a apartarla de la amistad con Dios. Pero se oyen otras voces que son igualmente ruidosas. Las mismas actividades pastorales son voces “que gritan y reclaman sus derechos”, provocando al sacerdote nerviosismo, precipitación, agobio, desbordamiento. Muchos sacerdotes tienen la sensación de vivir permanentemente desbordados.
Se requiere, se necesita, el silencio orante, los ratos largos de oración en silencio, que acalle esas voces ruidosas, y se pueda oír la voz de la conciencia, la voz de la Palabra y la voz de la Iglesia, por medio de las cuales, se revela Dios y habla indicando el camino verdadero hacia la santidad. Esto es imprescindible hacerlo, de manera muy en especial, en el tiempo santo de la cuaresma. Por su propio provecho espiritual, y por la eficacia apostólica, convendrá que el sacerdote concrete bien esos ratos, y los defienda –valga la comparación- como una mujer su virginidad. Si para una clase o una reunión, porque tienen importancia, se saca el tiempo requerido, el tiempo programado para la oración, en la vida de un sacerdote, tiene una mayor importancia y, por eso, hay que defenderlo y custodiarlo. La cuaresma, tiempo de gracia, es una ocasión propicia para hacer una revisión profunda sobre este tema, y para reafirmarse en el propósito de ser fieles al tiempo de oración, a fin de ser fieles a la propia oración.
4. La oración de los sentidos
En esa oración, hecha con silencio interior y exterior, la voz de Dios habla de la necesidad de lo que San Josemaría llamaba “la oración de los sentidos”, es decir, la penitencia, la mortificación, el sacrificio. El camino de Cristo fue un camino de cruz, y el del sacerdote no puede ser distinto. Nadie como el presbítero, en su itinerario cuaresmal hacia la Pascua, ha de escuchar y vivir la invitación del que murió clavado en un a cruz:
-“Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día y sígame” (Lc 10, 23).
-“Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición” (Mt 7,13-14).
-“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo” (Jn 12, 24).
San Pablo dirá a los cristianos de la comunidad de Corinto:
-“Traemos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos” (II Cor 4,10).
La Iglesia, en su liturgia cuaresmal, constantemente está invitando a la mortificación que, al moderar y dominar el cuerpo, no busca el sufrimiento por el sufrimiento, sino el amor y la unión con Cristo:
-“A los que dominan su cuerpo con la penitencia transfórmalos interiormente” (Oración colecta, miércoles 1ª semana de cuaresma).
-“A los que moderan su cuerpo con la penitencia, aviva en su espíritu el deseo de poseerte” (Oración colecta, martes de la 1ª semana de cuaresma).
La mortificación, tanto interior como exterior, reviste múltiples formas, y cada uno ha de de concretar la suya. En ella entrarán, sin lugar a duda, el peso de la jornada, los desprecios y humillaciones, la enfermedad u sufrimientos de los seres queridos, la impotencia de no poder dar solución a tantos problemas de nuestros hermanos que acuden al sacerdote y se desahogan con él, y otros muchos aspectos que compondrían una lista muy larga.
San Josemaría Escrivá apunta, en Camino, una serie de detalles, que ayudan a vivir el espíritu de mortificación y, a la vez, lo manifiestan:
- “Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes…Eso con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior” (Camino, n. 179).
Si a la perseverancia se le añade el amor, la paciencia, la alegría y la humildad se hará realidad lo que dice San Pedro:
-“Gozáos al participar en la pasión de Cristo, para que también exultéis gozosos en la revelación de su gloria” (I Pet 4, 3).
A la Virgen, Madre de Cristo Redentor, el sacerdote ha de encomendar su itinerario cuaresmal, para que ella, que también es Madre de pecadores, le ayude a convertirse del todo a Dios, aprovechando la gracia abundante del tiempo de cuaresma.
Alfonso Martínez Sanz es párroco de la iglesia de la Beata María de Jesús (Guadalajara, España)