En la Carta de Benedicto XVI a los Católicos de Irlanda (19-III-2010) hay un pasaje especialmente luminoso. Es aquél en el que se subrayan tres factores que contribuyeron a la “crisis actual”, en relación con los abusos sexuales de niños: primero una inadecuada selección de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa; en segundo lugar, una insuficiente formación (humana, moral, intelectual y espiritual) de estas personas; en tercer lugar, “una tendencia en la sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos, cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y la falta de tutela de la dignidad de cada persona”.
Cabe detenerse en el tercer factor, que podría resumirse en una tendencia al clericalismo y a poner “la imagen” de la Iglesia por delante de la verdad. En el fondo está la desconfianza en las palabras de Jesús: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Esta afirmación del Señor no significa la garantía de que nunca habría fallos, sino que esos fallos se corregirían y no dañarían los núcleos de la verdad revelada y de la vida cristiana. Pero quien no se fía de esto –por tener una idea “demasiado humana” de la Iglesia–, se explica que quiera aferrarse a una “hoja de servicios” inmaculada.
Esto tiene, por tanto, una explicación “humana”: a nadie le gusta que se aireen sus fallos personales y tampoco los de su familia, grupo de amigos, etc. Nos gusta “guardar la imagen”, tanto a cada uno como al grupo de los que consideramos “nuestros”. Por “comprensible” que ello sea, el Papa sostiene que está “fuera de lugar” poner esa imagen por delante de la verdad.
El problema es que, con frecuencia, no queremos reconocer nuestros fallos, y por eso nos incapacitamos para cambiar. Jean Monnet († 1979), uno de los padres de la Unión Europea, decía: “Los hombres sólo aceptan el cambio resignados por la necesidad y sólo ven la necesidad durante las crisis”. ¿Qué hacer, entonces? Los pecados y errores pueden y deben enmendarse, si uno los percibe y está dispuesto a mejorar. Ante todo hay que pedir perdón personalmente, mediante el sacramento de la Penitencia, que nos reconcilia con Dios y nos mueve a reconciliarnos con los demás, a pedirles perdón del modo conveniente y reparar las injusticias que podamos haberles causado; también a perdonarles, porque cada persona siempre puede progresar y con nuestro perdón colaboramos a ese progreso.
Pero la persona no es un mero individuo aislado, sino alguien que vive y se realiza en sociedad. ¿Cómo “arreglar” entonces los errores que cometemos cuando actuamos conjuntamente con otros, como grupo, como familia, como pueblo, etc.?
Como en otras muchas cosas, en esto se puede y se debe aprender de la Iglesia, que es comunidad de personas y a la vez “sujeto único” (el Cuerpo místico) durante la historia. A lo largo de los siglos los cristianos, además de haber hecho mucho bien, hemos cometido errores y hemos tenido fallos. Juan Pablo II pidió perdón por ello, detenida y concretamente, en una memorable jornada, el 12 de marzo del 2000, y no precisamente por primera vez (lo hizo unas 100 veces). Sin embargo, no es raro encontrarse con cristianos que no han “asimilado” esos gestos, porque piensan que así se alimentan ataques contra la Iglesia. También Benedicto XVI ha pedido perdón por los abusos cometidos por los sacerdotes en las últimas décadas.
Quizá haya cristianos a quienes no les guste pedir perdón públicamente. Pero esto es un signo impresionante de autenticidad por parte de la Iglesia (pocas instituciones, incluyendo las de tipo religioso, han pedido perdón por sus fallos). Y, sobre todo, un signo de fidelidad a su Señor y Maestro. A Jesucristo le costó la Cruz, pero su obra redentora puede verse como una petición de perdón a Dios en nombre de todos, y un otorgar el perdón, de parte de Dios, a todos aquellos que se acogen libremente a ese perdón.
Todos deberíamos aprender de la Iglesia a pedir perdón: reconocer que no todo lo hacemos bien, o que a veces hacemos las cosas mal. Los cristianos, primero, personalmente en el sacramento de la Penitencia; y, si se trata de algo de relevancia pública, pedir perdón también exteriormente a quienes hayamos ofendido o lesionado, y reparar las eventuales injusticias. En segundo lugar, si hemos actuado conjuntamente con otros, pedir perdón buscando los mejores cauces en la sociedad y en la Iglesia. Así aprenderemos también a perdonar.
De esta manera impulsaremos una cultura del perdón y de la paz, una cultura de la confianza, pues tanto quien pide perdón como quien perdona manifiesta su fe en Dios y en las personas, al reconocerles la posibilidad de mejorar. El que pide perdón, como sucede con la Iglesia, no se hace peor o más pequeño por ello, sino al contrario: crece en categoría moral y en credibilidad ante los demás. Y lo mismo el que perdona; no se rebaja por eso, sino que se engrandece. Pedir perdón y perdonar es actuar según la verdad más profunda y plena de las personas, que son imagen de Dios. La Iglesia perdona en nombre de Dios los pecados, y también pide perdón por los pecados cometidos por sus hijos. Y así enseña a todos la grandeza de pedir perdón y perdonar.
Publicado en religionconfidencial.com el 28 de julio de 2010
Ramiro Pellitero pertenece al Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra