A don José le gustaba mucho cantar. Amenizó las «mañanitas» de muchos enfermos que recibían cuidados paliativos en el Hospital de Cuidados Laguna de Madrid. Una vez apareció vestido de mariachi con el hijo cantante de una mujer que estaba interna. Ella falleció y don José Ruiz, el capellán de este centro de enfermos terminales, adoptó al muchacho como si fuera un amigo de toda la vida. Cada Navidad le invitaba al centro para tocar el corazón, a dos voces, de cada residente, con sus canciones.
Algo así le ocurrió con su querido amigo Fermín, fallecido hace dos semanas por coronavirus. Don José va a ser nuestro Giuseppe Berardelli español. El sacerdote de Casnigo, en la diócesis italiana de Bérgamo, murió hace unos días a sus 72 años por ceder su respirador a un joven. El cura italiano murió de coronavirus, el joven se salvó. Pero en el caso de José, su amigo no logró vencer la embestida del virus.
José era el fiel escudero de Fermín desde que enviudó hace un mes. Velaron juntos en las faldas de la cama de la enferma. El sacerdote no se separó de ellos. Al perder Fermín a su mitad, José le acompañó en cada comida de auxilio que necesitaba para remontar su soledad. En cada llamada, José escuchó. Pero hace quince días a Fermín se lo llevó el coronavirus. Hace hoy una semana que el capellán de 80 años ingresó en la Clínica Universitaria de Navarra en Madrid. Se marchó el pasado martes 31 de marzo, entre la pena de una legión de sanitarios y amigos que no han podido darle el último adiós.
Don José bautizó, casó, se deshizo en atenciones en la unidad pediátrica y movió Roma con Santiago por cumplir los últimos deseos de los internos. Con Mateo, enfermo de ELA, compartía su pulso andaluz por el flamenco. Así que la última gran «juerga» del paciente la vivió con el tablao de Casa Patas encajado en su habitación del hospital madrileño. Mateo se despidió con su «fiestorro», se felicitó José, y señaló, como siempre hacía: «Estoy para servir». Y sirvió de un modo esencial.
Don José no nació con la sotana. Hasta los 53 años no fue ordenado sacerdote. Perteneciente al Opus Dei desde tiempo atrás, era ingeniero técnico industrial y empresario prestigiado, con gran pulsión intelectual, como le recuerdan sus homólogos. Pero los últimos veinte años de su vida decidió que las dos virtudes que resaltan sus amigos tenían que servir para algo más: «Siempre encontraba la palabra de cariño exacta, la broma a tiempo. Aunque tú le asaltabas con tus apuros mundanos, él, que acompañaba en sus últimas horas a los enfermos y tenía mucho trabajo, porque estaba de lunes a domingo y solo descansaba el sábado, te hacía hueco y te dedicaba esa alegría contagiosa y discreta que le caracterizaba. Era un hombre increíble», dice Ana, compañera en el Hospital de Cuidados Laguna. Cogía la mano de cada paciente y sabía darle lo que necesitaba. Tenía un don para penetrar en el interior de cada persona, sin juzgar. Por eso, don José asistió a miles de despedidas, a miles de velatorios.
Instructor del final de la vida
Antes de recalar en Laguna había sido capellán general de la Policía Nacional, donde ofició y consoló a familias de víctimas de atentados terroristas. Seguía yendo periódicamente a impartir charlas a los agentes y a perorar sobre temas de actualidad. Además, acudía a congresos médicos y formaba a los capellanes de hospitales sobre la atención que se necesita al final de la vida. Instruía sobre «lo moralmente aceptable y lo clínicamente factible». Al final de la suya nadie duda de que en una situación menos excepcional, «la cola habría dado la vuelta a la clínica para despedirlo».
El año pasado escribió un artículo con motivo de la Semana Santa en el suplemento «Alfa y Omega». Hablaba del milagro de la «resurrección» de Jesucristo, al que ayudaría a llevar la pesada carga de su Cruz. Que José Ruiz se haya ido, contagiado por amistad, y en la antesala del duelo santo, tiene un sentido.
Fuente: diario Abc, Madrid, 4 de abril de 2020