Entrevista a Mons. Albert Malcolm Ranjith, Arzobispo Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
A sesenta años de distancia de la publicación de la Encíclica de Pío XII Mediator Dei, el debate sobre la liturgia está más abierto y es más vivo que nunca: la reciente entrada en vigor del motu proprio Summorum Pontificum –con el cual Benedicto XVI ha concedido la posibilidad de celebrar la Eucaristía según el misal tridentino sin tener que pedir permiso al obispo– ha alimentado una controversia que desde el Concilio Vaticano II nunca ha estado realmente adormecida.
En "L'Osservatore Romano" del domingo 18, Nicola Bux, apelando justamente a la Mediator Dei, ha reafirmado la importancia de una amplia discusión sobre la liturgia, que ha de llevarse adelante "sin prejuicios y con gran caridad": un debate –ha especificado– necesariamente guiado por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos.
Sobre este tema hemos entrevistado al secretario de dicha congregación, el arzobispo Albert Malcom Ranjith.
Partamos precisamente de la Mediator Dei: ¿podemos resumir sus aspectos más significativos?
Con la encíclica Mediator Dei, Pío XII –basándose también en cuanto afirma San Pío X en el motu proprio Tra le sollecitudini– persigue presentar a los fieles una síntesis teológica de la íntima esencia de la liturgia: trata de captar sus orígenes y la define como el acto sacerdotal de Cristo por el que tributa alabanza y gloria a Dios y –sobre todo a través de su sacrificio– hace efectiva la voluntad salvífica del Padre. En este sentido Cristo está en el centro de la plegaria y del papel sacerdotal de la Iglesia.
"El Divino Redentor –leemos en la encíclica– quiso, pues, que la vida sacerdotal iniciada por Él en su cuerpo mortal con sus plegarias y su sacrificio, no cesara en el curso de los siglos en su Cuerpo Místico que es la Iglesia". En substancia, la encíclica evidencia que el culto no es nuestro sino de Cristo, en el cual todos estamos insertos. Es más o menos la línea que Benedicto XVI ha ofrecido en sus escritos litúrgicos antes y después de su elección: no somos nosotros los que llevamos a cabo el acto litúrgico, sino que en él nos conformamos al acto litúrgico celestial que ya está produciéndose eternamente.
La encíclica de Pío XII "sobre Sagrada Liturgia" anticipó en dieciséis años la Sacrosanctum Concilium, ¿qué relaciones podemos encontrar entre ambos documentos? ¿Hay continuidad entre ellos? ¿Es verdad que –como ha escrito Bux– sin la Mediator Dei no se puede entender plenamente la constitución conciliar?
Se puede desde luego afirmar que la reforma litúrgica preconciliar fue una suerte de apertura hacia lo que iba después a suceder en el Concilio Vaticano II. Por lo demás, el hecho de que la Sacrosanctum Concilium haya sido el primer documento de la asamblea ecuménica confirma no sólo la importancia primaria de la liturgia para la vida de la Iglesia, sino que evidentemente los padres conciliares tenían ya a su disposición los instrumentos preparados para proceder a una rápida definición y a la renovación de la liturgia. Se debe, además, recordar que la mayor parte de los expertos que habían trabajado para guiar la reforma preconciliar fueron integrados e incluidos en la preparación de la Sacrosanctum Concilium. Hay, en fin, una continuidad práctica paralela a la continuidad teológica: en efecto, la Sacrosanctum Concilium –incluso en su marcada preocupación pastoral por volver la liturgia más eficaz y participada– expresa bien el concepto de la participación en la liturgia celestial. Este aspecto de la Mediator Dei, en un cierto sentido, confluye de manera natural en la Sacrosanctum Concilium. Si consideramos también el planteamiento de los dos documentos, encontramos un mismo esquema compositivo. Los vínculos aparecen con claridad: la Sacrosanctum Concilium continúa la gran tradición de la Mediator Dei, tal como la Mediator Dei se había colocado en la línea de los precedentes pontífices, en especial de San Pío X.
Frente a esta continuidad, ¿no deben quizás superarse ciertos prejuicios sobre la Iglesia preconciliar y en particular sobre el mismo Pío XII?
Por supuesto. Por lo demás, ya el cardenal Ratzinger –en el Informe sobre la Fe– hablaba de la distinción entre una interpretación fiel al Concilio y una aproximación más bien aventurada e irreal al mismo, llevada adelante por ciertos círculos teológicos animados de aquello que se definía como "el espíritu del Concilio" y que él, en cambio, llama "anti-espíritu" (Konzils-Ungeist). Tal distinción se puede captar también en relación a cuanto sucedió en materia litúrgica: en diferentes innovaciones introducidas se pueden, en efecto, identificar diferencias substanciales entre el texto de la Sacrosanctum Concilium y la reforma postconciliar llevada adelante. Es verdad que el documento dejaba espacios abiertos a la interpretación y a la búsqueda, pero eso no quiere decir que fuera invitación a una renovación litúrgica entendida como algo que realizar ex novo; al contrario, se insertaba plenamente en la tradición de la Iglesia.
Como usted mismo ha recordado, en la Mediator Dei y los documentos conciliares la centralidad de Cristo en la liturgia se afirma siempre con claridad y vigor, ¿ha sabido la llamada Iglesia postconciliar encarnar plenamente esta realidad?
Tocamos en este tema una fibra dolorosa. Hay efectivamente un problema práctico: el valor de las normas y de las indicaciones de los libros litúrgicos no ha sido completamente entendido por todos en la Iglesia. Pongo un ejemplo. Lo que debe acontecer en el altar está, por supuesto, bien explicado en los textos litúrgicos, pero ciertas indicaciones no han sido tomadas en serio del todo. Hay una cierta tendencia a interpretar la reforma litúrgica postconciliar utilizando la "creatividad" como regla. Esto no lo permiten las normas. La liturgia, en ciertos lugares, ya no parece reflejar su cristocentrismo; en lugar de ello, manifiesta un espíritu de inmanentismo y antropocentrismo, siendo la verdad muy diferente: un auténtico antropocentrismo debe ser cristocéntrico. Cuanto sucede en el altar no depende de nosotros: es Cristo el que obra y la centralidad de la figura de Cristo substrae tal acción a nuestro control. Somos absorbidos y nos dejamos absorber por esa acción, hasta tal punto que al final de la plegaria eucarística pronunciamos la estupenda doxología que reza: "Por Cristo, con Él y en Él".
La tendencia "creativa" a la que aludía no está permitida por las instrucciones de los libros litúrgicos. Desgraciadamente, deriva de una mala interpretación de los textos o tal vez de un escaso conocimiento de éstos y de la liturgia misma. Debemos darnos cuenta de que la liturgia tiene una peculiar característica "conservadora" (aunque no en la acepción negativa que hoy algunos dan a esta palabra). Del Antiguo Testamento emerge una gran fidelidad a los ritos y el mismo Jesús siguió siendo fiel al ritual de los predecesores. La Iglesia después ha seguido la misma línea. San Pablo afirma: "Yo os transmito a vosotros lo que he recibido" (I Cor XI, 23) y no "lo que he inventado". Es éste un aspecto central: estamos llamados a ser fieles a algo que no nos pertenece sino que nos viene dado; debemos ser fieles a la seriedad con la que se celebran los sacramentos. ¿Para qué llenar páginas y páginas de instrucciones si después cada uno se siente autorizado a hacer lo que le viene en gana?
Después de la publicación del motu proprio Summorum Pontificum se ha vuelto a encender el enfrentamiento entre los llamados tradicionalsitas y los innovadores. ¿Tiene sentido una contraposición semejante?
Absolutamente no. No ha habido ni hay una escisión entre un antes y un después; hay, por el contrario, una línea de continuidad. A propósito del motu proprio, volvamos al tema que acabamos de ver. Respecto a la misa tridentina, ha habido una creciente demanda en el tiempo, cada vez más organizada. Por otro lado, la fidelidad a las normas de la celebración de los sacramentos continuaba disminuyendo. Cuanto más se reducían esa fidelidad y el sentido de la belleza y de la maravilla de la liturgia, tanto más aumentaba la demanda de la misa tridentina. Y bien, de hecho, ¿quiénes realmente han traído de nuevo la misa tridentina? No solo aquellos grupos que la deseaban, sino indirectamente también los que han observado que había poco respeto a las normas para una digna celebración según el Novus ordo. Durante años ha padecido la liturgia demasiados abusos y muchos obispos lo han ignorado. El papa Juan Pablo II hizo un dramático llamado en Ecclesia Dei aflicta, que no era otra cosa que una exhortación a la Iglesia para ser más seria en la liturgia. Dígase lo mismo de la instrucción Redemptionis sacramentum. Y, sin embargo, este documento fue criticado por ciertos círculos de liturgistas y comisiones de liturgia. El problema, pues, no era tanto la demanda de la misa tridentina cuanto más bien un abuso ilimitado contra la nobleza y la dignidad de la celebración eucarística. Frente a eso no podía callar el Santo Padre: como se advierte a través de la carta dirigida a los obispos sobre el motu proprio y también de sus múltiples discursos, el Papa tiene un profundo sentido de responsabilidad pastoral. Por ello, este documento, además de ser un intento de buscar la unión con la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, es también un signo, un fuerte reclamo del pastor universal a un sentido de seriedad.
¿Es también una llamada a los que forman a los sacerdotes?
Diría que sí. Por lo demás, frente a ciertas concepciones arbitrarias y poco serias de la liturgia habría que preguntarse qué es lo que se enseña en algunos seminarios. No se puede uno acercar a la liturgia con actitud superficial y poco científica. Esto vale para quien adopta una interpretación "creativa" de la liturgia, pero también para quien presume con demasiada facilidad de establecer cómo era la liturgia en los orígenes de la Iglesia. Es necesaria siempre una exégesis atenta, no se puede uno lanzar a ingenuas interpretaciones. Hay, sobre todo, en algunos círculos litúrgicos una cierta tendencia a infravalorar cuanto la Iglesia ha madurado en el segundo milenio de su historia. Se habla de empobrecimiento del rito, pero es ésta una conclusión demasiado banal y simplista; creemos, en cambio, que la tradición de la Iglesia se manifiesta en un desarrollo continuo. No podemos decir que una parte es mejor que otra: lo que cuenta es la acción del Espíritu Santo en continuo crecimiento, a pesar de los altibajos de la historia. Debemos ser fieles a la continuidad de la tradición.
La liturgia es central para la vida de la Iglesia: lex orandi, lex credendi, pero también lex vivendi. Para una verdadera renovación de la Iglesia –tan deseada por el Concilio– es necesario que no se limite la liturgia a un estudio únicamente académico, sino que ésta se convierta en una prioridad absoluta en las iglesias locales. Por eso es importante que a la formación litúrgica según la mente de la Iglesia se le dé la justa importancia a nivel local. A fin de cuentas, la vida sacerdotal está estrechamente ligada a lo que el sacerdote celebra y a cómo lo celebra. Si un sacerdote celebra bien la Eucaristía se siente interpelado para ser coherente y para convertirse en parte del sacrificio de Cristo. La liturgia se vuelve así fundamental para la formación de sacerdotes santos. Es ésta una gran responsabilidad de los obispos que pueden así hacer mucho para una verdadera renovación de la Iglesia.
Un aspecto no secundario del debate sobre la liturgia es por supuesto el del arte sacro, comenzando por el importante capítulo de la música litúrgica. Justamente en días pasados, "L'Osservatore Romano" ha afrontado estos temas dando cuenta de las consideraciones, ciertamente inquietantes, de monseñor Valentín Miserachs Grau.
La Congregación está todavía estudiando el documento para el nuevo antifonal y hemos consultado también al propio Instituto de Música Sacra. Esperamos poder llegar a una rápida conclusión. Cantar significa rezar dos veces y esto vale sobre todo para el canto gregoriano, que es un tesoro inestimable. El Papa en la Sacramentum caritatis ha hablado claramente de la necesidad de enseñar en los seminarios el canto gregoriano y la lengua latina: debemos custodiar y valorizar tan inmenso patrimonio de la Iglesia Católica y utilizarlo para tributar alabanza al Señor. Seguramente habrá que trabajar todavía sobre este aspecto. Hay también muchos cantos en el uso común que no tienen relación con la tradición del canto gregoriano: es importante asegurarse que sean edificantes para la fe, que alimenten espiritualmente a quien participa en la liturgia y que dispongan realmente el corazón de los fieles para escuchar la voz de Dios. Los contenidos, además, deben ser controlados por los obispos para evitar, por ejemplo, tendencias new age. A este respecto es igualmente necesario ejercitar un gran sentido de discreción en el uso de instrumentos musicales: que todo sea sólo para la edificación de la fe.
En el campo de la arquitectura sagrada el diálogo con los especialistas parece estar más delineado; más dificultoso parece, en cambio, el que se mantiene con los artistas figurativos. Si algunos grandes artistas contemporáneos aparecen involucrados en la interpretación de los temas sacros, esto pasa en mucha menor medida con la producción pensada a propósito para los lugares de culto. ¿Es sólo un problema de encargos o el diálogo que tanto promovía Pablo VI necesita de un nuevo impulso?
El Concilio dedicó un capítulo entero al arte sacro. Entre los principios afirmados es esencial el del vínculo entre arte y fe. El diálogo es fundamental. Cada artista es una persona muy especial, tiene un estilo propio del que está muy orgulloso. Hay que saber entrar en el corazón del artista con la dimensión de la fe. Es difícil, pero la Iglesia debe encontrar las vías para un diálogo más profundo. El 1º de diciembre habrá una jornada de estudio sobre el tema en el Vaticano, organizada por la Congregación; contamos con que pueda ser una ocasión para impulsar este diálogo y la promoción del arte sacro.
Fuente: L'Osservatore Romano, 19-20 de noviembre de 2007
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