Discurso de 27 de marzo de 2004
Señor Cardenal, venerables hermanos en el sacerdocio, queridísimos jóvenes:
1. Me alegra acoger en este tiempo santo de la Cuaresma, camino de la Iglesia hacia la Pascua sobre las huellas de Cristo Señor, a todos los participantes en el Curso sobre el Fuero interno. Promovido todos los años por el Tribunal de la Penitenciaría Apostólica, el Curso es seguido con particular interés no sólo por sacerdotes y confesores, sino también por seminaristas que pretenden prepararse para ejercer con generosidad y solicitud el ministerio de la Reconciliación, tan esencial para la vida de la Iglesia.
Saludo ante todo a Usted, Señor Cardenal James Francis Stafford, que, en vuestra función de Penitenciario Mayor, acompaña por vez primera a este selecto grupo de maestros y alumnos, a la vez que a los Oficiales del mismo tribunal. Veo con alegría que están presente también los beneméritos Religiosos de diversas Ordenes dedicados al ministerio de la Penitencia en las Basílicas patriarcales de Roma, a beneficio de los fieles de la Urbe y del Orbe. A todos saludo con afecto.
2. Hace unos treinta años entraba en vigor en Italia el nuevo Rito de la Penitencia, promulgado unos meses antes por la Congregación para el Culto Divino. Me parece obligado recordar esta fecha que ha puesto en las manos de los sacerdotes y de los fieles un precioso instrumento de renovación de la Confesión sacramental, tanto en sus premisas doctrinales como en las indicaciones para una digna celebración litúrgica. Querría centrar la atención sobre la amplia recolección de textos de la Sagrada Escritura y de oraciones, que el nuevo Rito presenta para dar al momento sacramental toda la belleza y la dignidad de una confesión de fe y alabanza delante de Dios.
Merece la pena, además, que quede subrayada la novedad de la fórmula de la absolución sacramental, que trae a la luz mejor la dimensión trinitaria de este sacramento: la misericordia del Padre, el misterio pascual d muerte y resurrección del Hijo, la efusión del Espíritu Santo.
3. Con el nuevo rito de la Penitencia, tan rico de resonancias bíblicas, teológicas y litúrgicas, la Iglesia ha puesto en nuestras manos una oportuna ayuda para vivir el sacramento del perdón a la luz de Cristo resucitado. El mismo día de Pascua, como recuerda el Evangelista, Jesús entró a puertas cerradas en el Cenáculo, sopló sobre sus discípulos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonéis los pecados, les serán remitidos, y a quien no se los perdonéis, no les serán remitidos” (Jn 20, 22). Jesús comunica su Espíritu, que es la “remisión de todos los pecados”, como se dice en el Misal Romano (cfr. sábado de la VII semana de Pascua, orac. sobre las ofrendas), a fin de que el penitente obtenga, por el ministerio de los presbíteros, la reconciliación y la paz.
Fruto de este sacramento no es sólo la remisión de los pecados, necesaria para quien ha pecado. “Obra también una auténtica «resurrección espiritual», restituye la dignidad y los bienes de la vida de los hijos de Dios, de los cuales el más precioso es la amistad con Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1468). Sería ilusorio querer tender a la santidad, según la vocación que cada uno ha recibido de Dios, sin acercarse con frecuencia y fervor a este sacramento de la conversión y de la santificación.
El horizonte de la llamada universal a la santidad, que he propuesto como camino pastoral de la Iglesia al inicio del tercer milenio (cfr Novo millennio ineunte, 30) tiene, en el Sacramento de la Penitencia una premisa decisiva (cfr. Ibid., 37). Es, de hecho, el sacramento del perdón y de la gracia, del encuentro que regenera y santifica, el sacramento que, junto a la Eucaristía, acompaña el camino del cristiano hacia la perfección.
4. Por su naturaleza, este sacramento comporta una purificación, tanto en los actos del penitente que desnuda su conciencia por la profunda necesidad de ser personado y regenerado, como en la efusión de la gracia sacramental que purifica y renueva. Nunca seremos los suficientemente santos como para no tener necesidad de esta purificación sacramental: la humilde confesión, hecha con amor, suscita una pureza siempre más delicada en el servicio de Dios y en las motivaciones que lo sostienen.
La Penitencia es sacramento de iluminación. La palabra de Dios, la gracia sacramental, las exhortaciones llenas de Espíritu Santo del confesor , verdadero “guía espiritual”, la humilde reflexión del penitente iluminan su conciencia, le hacen comprender el mal cometido y lo disponen a comprometerse nuevamente en el bien. Quien se confiesa con frecuencia, y lo hace con deseo de progresar, sabe que recibe en el sacramento, con el perdón de Dios y la gracia del Espíritu, una luz preciosa para su camino de perfección.
Finalmente el Sacramento de la penitencia realiza un encuentro unificador con Cristo. Progresivamente, de Confesión en Confesión, el fiel experimenta una siempre más profunda comunión con el Señor misericordioso, hasta la plena identificación con Él, que se tiene en aquella perfecta “vida en Cristo” en que consiste la verdadera santidad.
Visto como encuentro con Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo, el Sacramento de la penitencia revela así no sólo su belleza, sino también la oportunidad de su celebración asidua y ferviente. Es un don también para nosotros sacerdotes que, aunque llamados a ejercitar el ministerio sacramental, tenemos también nuestras faltas que nos hacen pedir perdón. La alegría de personar y de ser perdonados van juntas.
5. Gran responsabilidad de todos los confesores es la de ejercitar con bondad, sabiduría y valentía este ministerio. Su misión es hacer amable y deseable este encuentro que purifica y que renueva en el camino hacia la perfección cristiana y en el peregrinaje hacia la Patria.
Mientras deseo a todos vosotros, queridos confesores, que la gracia del Señor os haga dignos ministros de la “palabra de la reconciliación” (cfr. 2 Cor 5, 19), confío vuestro precioso servicio a la Virgen Madre de Dios y Madre nuestra, que la Iglesia en este tiempo de Cuaresma invoca, en una de las Misas a Ella dedicadas, como “Madre de la Reconciliación”.
Con estos sentimientos a todos imparto con afecto mi Bendición.