Discurso a la Penitenciaría Apostólica de 22 de marzo de 1996
1. Al acercarse a su conclusión el curso sobre el fuero interno, que esa Penitenciaría apostólica suele organizar desde hace algunos años para nuevos sacerdotes o próximos candidatos al sacerdocio, deseosos de prepararse para ejercer mejor el mandato salvífico del Señor que perdona, me alegra hacer llegar a todos los participantes, a través de usted, señor cardenal, un especial mensaje que les testimonie mi complacencia y al mismo tiempo, oriente su compromiso al servicio de los hermanos.
En anteriores ocasiones he tratado sobre el tema del sacramento de la penitencia desde diversos ángulos, ilustrando las funciones del confesor bajo la perspectiva doctrinal, ascética y psicológica con vistas al cumplimiento perfecto, en la medida de lo posible, de su elevadísima misión.
Un medio de santificación
2. Quisiera ahora pasar a la consideración explícita, aunque desde luego no exhaustiva, de algunos aspectos relativos a quien es el beneficiario del sagrado rito de la penitencia: él, en la confesión sacramental, puede y debe renovar, consolidar, dirigir a la santidad su vida cristiana, es decir, la vida de la caridad sobrenatural, que se alcanza y se ejerce en la Iglesia hacia Dios, nuestro Padre, y hacia los hombres, nuestros hermanos.
En el sacramento de la penitencia, sacramento de la confesión y de reconciliación, se renueva como historia personal de toda alma el pasaje evangélico del publicano, que salió del templo justificado: «En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!". Os digo que este bajo a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 13-14).
Reconocer la propia miseria ante la presencia de Dios no significa envilecerse, sino vivir la verdad de la propia condición y así conseguir la verdadera grandeza de la justicia y de la gracia después de la caída en el pecado, efecto de la malicia y de la debilidad; es elevarse a la más alta paz del espíritu, entrando en relación vital con Dios misericordioso y fiel. La verdad así vivida es la única que en la condición humana nos hace realmente libres: lo atestigua la palabra de Dios (cf. Jn 8, 31-34), que, refiriéndose a nuestra condición moral, explicita la luz traída al hombre por el Verbo eterno en el kairós de la plenitud de los tiempos.
El dolor se funda en motivos sobrenaturales
3. La verdad, que viene del Verbo y debe llevamos a él, explica por qué la confesión sacramental debe brotar e ir acompañada no de un mero impulso psicológico, como si el sacramento fuera un sucedáneo de terapias precisamente psicológicas, sino del dolor fundado en motivos sobrenaturales, porque el pecado viola la caridad hacia Dios, sumo Bien, ha causado los sufrimientos del Redentor y nos produce la pérdida de bienes eternos.
En esta perspectiva resulta claro que la confesión debe ser humilde e íntegra, y que debe ir acompañada del propósito sólido y generoso de enmienda para el futuro y, finalmente, de la confianza de conseguir esta misma enmienda.
Por lo que se refiere a la humildad, es evidente que sin ella la acusación de los pecados sería una enumeración inútil o, peor aún una perversa reivindicación del derecho de cometerlos: el «Non serviam» por el cayeron los ángeles rebeldes y el primer hombre se perdió a sí mismo y a su descendencia. En cambio, la humildad se identifica con la detestación del mal: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente» (Sal 51/50, 5-6).
Doctrina de la Iglesia
4. La confesión, además, debe ser íntegra, en el sentido de que debe enunciar «omnia peccata mortalia», como afirma expresamente, en la sesión XIV, en el capítulo V, el concilio de Trento, que explica esta necesidad no como una simple prescripción disciplinar de la Iglesia, sino como exigencia de derecho divino, porque en la misma institución del sacramento así lo estableció el Señor: «Ex institutione sacramenti paenitentiae (...) universa Ecclesia semper intellexit institutam etiam esse a Domino integram peccatorum confessionem, et omnibus post baptismum lapsis iure divino necessariam exsistere, quia Dominus noster Iesus Christus, de terris ascensurus ad caelos, sacerdotes sui ipsius vicarios reliquit, tamquam praesides et iudices, ad quos omnia mortalia crimina deferantur, in quae Christi fideles ceciderint» (Dz,1.679) [«De la institución del sacramento de la penitencia (...), entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados, y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo, porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos a los sacerdotes, como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubieren caído los fieles de Cristo»] .
Los cánones 7 y 8 de la misma sesión enuncian, con precisa forma jurídica todo ello:
Canon 7: «Si quis dixerit in sacramento paenitentiae ad remissionem peccatorum necessarium non esse iure divino confiteri omnia et singula peccata mortalia, quorum memoria cum debita et diligenti praemeditatione habeatur etiam occulta, et quae sunt contra duo ultima decalogi prrecepta, et circumstantias, quae peccati speciem mutant, sed eam confessionem tantum esse utilem ad erudiendum et consolandum paenitentem, et olim observatam fuisse tantum ad satisfactionem canonicam imponendam; aut dixerit eos, qui omnia peccata confiteri student, nihil relinquere velle divinae misericordiae ignoscendum; aut demum non licere confiteri peccata venialia: anathema sit» (Dz, 1.707). [«Si alguno dijere que para remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que, con debida y diligente premeditación se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie de pecado; sino que esa confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente, y antiguamente sólo se observó para imponer la satisfacción canónica; o dijere que aquellos que se esfuerzan en confesar todos los pecados, nada quieren dejar a la divina misericordia para ser perdonado; o en fin, que no es lícito confesar los pecados veniales, sea anatema»].
Canon 8: «Si quis dixerit confessionem omnium peccatorum, qualem Ecclesia servat, esse impossibilem, et traditionem humanam a piis abolendam; aut ad eam non teneri omnes et singulos utriusque sexus Christi fideles iuxta magni Concilii Lateranensis constitutiones, semel in anno et ob id suadendum esse Christi fidelibus ut non confiteantur tempore Quadragesimae, anathema sit» (Dz, 1.708). [«Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de Cristo de uno y otro sexo, conforme a la constitución del gran concilio de Letrán, y que, por ende, hay que persuadir a los fieles de Cristo que no se confiesen en el tiempo de Cuaresma, sea anatema»].
Propósito de enmienda
5. En parte por la errónea reducción del valor moral a la sola -así llamada- opción fundamental; en parte por la reducción, igualmente errónea, de los contenidos de la ley moral al solo mandamiento de la caridad, a menudo entendido vagamente con exclusión de los demás pecados; en parte también -y tal vez ésta es la motivación más difundida de ese comportamiento- por una interpretación arbitraria y reductiva de la libertad de los hijos de Dios, querida como pretendida relación de confidencia privada, prescindiendo de la mediación de la Iglesia, por desgracia hoy no pocos fieles, al acercarse al sacramento de la penitencia, no hacen la acusación completa de los pecados mortales en el sentido -que acabo de recordar- del concilio de Trento y, en ocasiones, reaccionan ante el sacerdote confesor, que cumpliendo su deber interroga con vistas a la necesaria integridad, como si se permitiera una indebida intromisión en el sagrario de la conciencia. Espero y pido a Dios que estos fieles poco iluminados queden convencidos, también en virtud de esta enseñanza, de que la norma por la que se exige la integridad específica y numérica, en la medida en que la memoria honradamente interrogada permite conocer, no es un peso que se les impone arbitrariamente, sino un medio de liberación y de serenidad.
Además, es evidente por sí mismo que la acusación de los pecados debe incluir el propósito firme de no cometer ninguno más en el futuro. Si faltara esta disposición del alma, en realidad no habría arrepentimiento, pues éste se refiere al mal moral como tal y, por consiguiente, no tomar posición contraria respecto a un mal moral posible sería no detestar el mal, no tener arrepentimiento. Pero al igual que éste debe brotar ante todo del dolor de haber ofendido a Dios, así el propósito de no pecar debe fundarse en la gracia divina que el Señor no permite que falte nunca a quien hace lo que pueda para actuar de forma correcta.
Si quisiéramos apoyar sólo en nuestra fuerza, la decisión de no volver a pecar, con una pretendida autosuficiencia, casi estoicismo cristiano o pelagianismo redivivo, iríamos contra la verdad sobre el hombre de la que hemos partido, como si declaráramos al Señor, más o menos conscientemente, que no tenemos necesidad de él. Por lo demás, conviene recordar que una cosa es la existencia del propósito sincero, y otra el juicio de la inteligencia sobre el futuro. En efecto, es posible que, aun en la lealtad del propósito de no volver a pecar, la experiencia del pasado y la conciencia de la debilidad actual susciten el temor de nuevas caídas; pero eso no va contra la autenticidad del propósito, cuando a ese temor va unida la voluntad, apoyada por la oración, de hacer lo que es posible para evitar la culpa.
Confianza en la misericordia divina
6. y aquí vuelve la consideración de la confianza, que debe acompañar el rechazo del pecado, la humilde acusación del mismo y la firme voluntad de no volver a pecar. Confianza es ejercicio, posible y debido, de la esperanza sobrenatural, por la que esperamos de la Bondad divina, por sus promesas y por los méritos de Jesucristo Salvador, la vida eterna y las gracias necesarias para conseguirla. Es acto también de aquella estima que nos debemos a nosotros mismos, en cuanto criaturas de Dios, que ya por naturaleza nos ha hecho nobles por encima de toda la creación material, nos ha elevado a la gracia y nos ha redimido misericordiosamente; es estímulo a comprometernos con todas nuestras fuerzas, donde la desconfianza es escepticismo y frialdad paralizante.
A este respecto, es de valor decisivo la enseñanza que nos ofrece el Evangelio acerca de la tragedia conclusiva de la traición de Judas y la reparación salvadora de Pedro. Judas se arrepintió. El Evangelio es explícito a este respecto: «Entonces Judas, el que le entregó, viendo que había sido condenado, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «"Pequé entregando sangre inocente"» (Mt 27,3-4). Ahora bien, no vinculó este arrepentimiento a la palabra que Jesús le había dicho, precisamente mientras Judas realizaba su traición: «Amigo» (Mt 26, 48); no tuvo confianza y se quitó la vida. Pedro había caído, casi con la misma gravedad por tres veces, pero confió y, habiendo hecho después de la Pascua la triple reparación mediante el amor, fue confirmado por Cristo en su ministerio. San Juan nos da admirablemente la razón, la fuerza, la dulzura de nuestras esperanzas: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (I Jn 4, 16).
Formar bien a los fieles
7. Dirigiéndome a los participantes en el curso, tengo presente en mi espíritu a todos los sacerdotes del mundo. Al ministerio de todos nosotros, sacerdotes, están dedicadas las reflexiones que acabo de desarrollar, para que no sólo estemos dispuestos generosamente a escuchar las confesiones sacramentales de los fieles, sino que también constantemente, en la homilía litúrgica, en la catequesis, en la dirección espiritual, en toda forma posible de nuestro servicio a la verdad, los formemos para que aprovechen este gran don de la misericordia de Dios, que es el sacramento de la penitencia, con las mejores disposiciones. Esta misma gracia la pedimos al Señor par nosotros, que, hermanos entre hermanos, para santificarnos, debemos enmendarnos del pecado, recurriendo a ese mismo sacramento como penitentes.
Al encomendar a la maternal intercesión de la Virgen santísima el futuro ministerio de los jóvenes que con tanto interés han tornado parte en el curso, sobre todo invoco los favores de la benevolencia divina, en prenda de los cuales envío con afecto una especial bendición apostólica.