Discurso del Papa a los penitenciarios de las cuatro Basílicas Apostólicas del 19 de febrero de 2007
Queridos hermanos:
Con alegría os doy la bienvenida y os saludo con afecto, comenzando por el cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, a quien doy las gracias por las corteses palabras que me acaba de dirigir. Saludo además al regente, monseñor Gianfranco Girotti, y a los miembros de la Penitenciaría Apostólica.
Este encuentro me ofrece la oportunidad de expresar mi profundo aprecio sobre todo a vosotros, queridos padres penitenciarios de las basílicas papales de la Urbe, por el precioso ministerio pastoral que desempeñáis con entrega. Al mismo tiempo, quiero extender mi cordial saludo a todos los sacerdotes del mundo que se dedican con empeño al ministerio del confesionario.
El sacramento de la penitencia, que tanta importancia tiene para la vida del cristiano, hace actual la eficacia redentora del misterio pascual de Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta de la Iglesia, el confesor se convierte en el medio consciente de un maravilloso acontecimiento de gracia. Al adherir con docilidad al Magisterio de la Iglesia, se convierte en ministro de la consoladora misericordia de Dios, pone de manifiesto la realidad del pecado y al mismo tiempo la desmesurada potencia renovadora del amor divino, amor que vuelve a dar la vida. La confesión se convierte, por tanto, en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura. Este milagro de gracia sólo puede realizarlo Dios, y lo cumple a través de las palabras y de los gestos del sacerdote. Al experimentar la ternura y el perdón del Señor, el penitente reconoce más fácilmente la gravedad del pecado, y refuerza su decisión para evitarlo y para permanecer y crecer en la reanudada amistad conÉl.
En este misterioso proceso de renovación interior, el confesor ya no es espectador pasivo, sino «persona dramatis», es decir, instrumento activo de la misericordia divina. Por tanto, es necesario que junto a una buena sensibilidad espiritual y pastoral tenga una seria preparación teológica, moral y pedagógica que le permita comprender lo que vive la persona. Le es sumamente útil, además, conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes se acercan al confesionario para poder ofrecer consejos adecuados y orientaciones tanto espirituales como prácticas. No hay que olvidar que el sacerdote, en este sacramento, está llamado a desempeñar el papel de padre, juez espiritual, maestro y educador. Esto exige una actualización constante, a la que pretenden contribuir también los cursos sobre el «foro interno» promovidos por la Penitenciaría Apostólica.
Queridos sacerdotes, vuestro ministerio tiene sobre todo un carácter espiritual. Por tanto, es necesario unir a la sabiduría humana y a la preparación teológica, una profunda espiritualidad, alimentada por el contacto orante con Cristo, Maestro y Redentor. En virtud de la ordenación presbiteral, de hecho, el confesor desempeña un peculiar servicio «in persona Christi», con una plenitud de dotes humanas que son reforzadas por la Gracia. Su modelo es Jesús, el enviado del Padre, el manantial abundante al que acude es el soplo vivificante del Espíritu Santo. Ante una responsabilidad tan elevada las fuerzas humanas son sin duda inadecuadas, pero la humilde y fiel adhesión a los designios salvíficos de Cristo nos hace, queridos hermanos, testigos de la redención universal que Él actúa, aplicando la admonición de san Pablo, quien dice: «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo…, poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Corintios 5, 19).
Para cumplir con esta tarea tenemos que hacer que penetre en nosotros mismos este mensaje de salvación y dejar que nos transforme profundamente. No podemos predicar el perdón y la reconciliación a los demás, si no estamos personalmente penetrados por él. Si bien es verdad que en nuestro ministerio hay varias maneras y medios de comunicar a los hermanos el amor misericordioso de Dios, en la celebración de este Sacramento podemos hacerlo de la forma más completa y eminente. Cristo nos ha escogido, queridos sacerdotes, para ser los únicos que pueden perdonar los pecados en su nombre: se trata, por tanto, de un servicio eclesial específico al que tenemos que dar prioridad.
¡Cuántas personas en dificultad buscan el apoyo y el consuelo de Cristo! ¡Cuántos penitentes encuentran en la confesión la paz y la alegría que perseguían desde hace tiempo! ¿Cómo no reconocer que también en nuestra época, marcada por tantos desafíos religiosos y sociales, hay que redescubrir y reproponer este sacramento?
Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de los santos, en particular de quienes, como vosotros, se dedicaban casi exclusivamente al ministerio del confesionario. Entre otros, san Juan María Vianney, san Leopoldo Mandic, y más recientemente, san Pío de Pietrelcina. Que ellos nos ayuden desde el cielo para que sepáis dispensar con abundancia la misericordia y el perdón de Cristo Que María, refugio de los pecadores, os alcance la fuerza, el aliento y la esperanza para continuar generosamente con vuestra indispensable misión. Os aseguro de corazón mi oración, mientras os bendigo con afecto a todos.