Queridos Hermanos en el sacerdocio de Cristo:
1. Deseo dirigirme a vosotros, al comienzo del Año Santo de la Redención y del Jubileo extraordinario, que ha quedado abierto tanto en Roma como en toda la Iglesia el día 25 de este mes. La elección de este día, solemnidad de la Anunciación del Señor y, a la vez, de la Encarnación, es singularmente elocuente. En efecto, el misterio de la Redención tuvo su comienzo cuando el Verbo se hizo carne en el seno de la Virgen de Nazaret por obra del Espíritu Santo, y alcanzó su punto culminante en el evento pascual con la muerte y resurrección del Salvador. A partir de esta fecha calculamos nuestro Año jubilar, deseando que precisamente durante este año el misterio de la Redención se haga particularmente presente y sea fructuoso en la vida de la Iglesia. Sabemos que está siempre presente y es fructuoso, que acompaña siempre la peregrinación terrena del Pueblo de Dios, lo penetra y lo modela desde el interior. Sin embargo, la costumbre de hacer referencia a períodos de cincuenta años en esta peregrinación corresponde a una antigua tradición. Queremos ser fieles a esta tradición confiando a la vez que ella encierre en sí misma una parte del misterio del tiempo elegido por Dios: aquel Kairós, en el que se realiza la economía de la salvación.
He aquí pues que, al comienzo de este nuevo Año de la Redención y del Jubileo extraordinario, a los pocos días de su apertura, llega el Jueves Santo de 1983. Esta fecha nos recuerda ―como todos sabemos― el día, en que junto con la Eucaristía fue instituido por Cristo el sacerdocio ministerial. Este a su vez fue instituido para la Eucaristía y, por consiguiente, para la Iglesia, que, como comunidad del Pueblo de Dios, se forma en la Eucaristía. Este sacerdocio ministerial y jerárquico es participado por nosotros. Nosotros lo recibimos el día de la Ordenación a través del ministerio del Obispo, que nos ha transmitido a cada uno de nosotros el sacramento iniciado con los Apóstoles ―durante la última Cena, en el Cenáculo― el Jueves Santo. Por consiguiente, aunque las fechas de nuestra Ordenación sean diversas, el Jueves Santo permanece cada año como el día del nacimiento de nuestro sacerdocio ministerial. En ese santo día cada uno de nosotros, como sacerdotes de la Nueva Alianza, ha nacido en el sacerdocio de los Apóstoles. Cada uno de nosotros ha nacido en la revelación del único y eterno sacerdocio del mismo Jesucristo. En efecto, esta revelación tuvo lugar en el Cenáculo del Jueves Santo, la víspera del Gólgota. Precisamente allí, Cristo dio comienzo a su ministerio pascual: lo “abrió”. Y lo abrió concretamente con la llave de la Eucaristía y del Sacerdocio.
2. Por esto, el día del Jueves Santo nosotros, “ministros de la Nueva Alianza” (2Cor 3, 6), nos unimos, junto con los Obispos, en las catedrales de nuestras Iglesias; nos unimos ante Cristo, única y eterna fuente de nuestro sacerdocio. En esta unión del Jueves Santo nos encontramos en El y, al mismo tiempo —por Él, con Él y en Él— nos encontramos a nosotros mismos. Sea bendito Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo por la gracia de esta unión. Por tanto, en este momento importante, deseo una vez más anunciar el Año conmemorativo de la Redención y el Jubileo extraordinario. Deseo anunciarlo singularmente a vosotros y ante vosotros, venerados y queridos Hermanos en el sacerdocio de Cristo, y deseo meditar, al menos brevemente, junto con vosotros sobre su significado. En efecto, a todos nosotros, como sacerdotes de la Nueva Alianza, se refiere de manera especial este Jubileo. Si para todos los creyentes, hijos e hijas de la Iglesia, significa una invitación a releer nuevamente su propia vida y su vocación a la luz del misterio de la Redención, entonces esta misma invitación se dirige a nosotros con una intensidad, yo diría aún mayor. Por consiguiente, el Año Santo de la Redención y el Jubileo extraordinario quieren decir que debemos ver nuevamente nuestro sacerdocio ministerial a aquella luz, bajo la cual ha sido inscrito por Cristo mismo en el misterio de la Redención.
“Ya no os llamó siervos... os digo amigos”(Jn 15, 15). Estas palabras fueron pronunciadas en el Cenáculo, en el contexto inmediato de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial Cristo dio a conocer a los Apóstoles y a todos los que, de ellos heredan el sacerdocio ordenado, que en esta vocación y por este ministerio deben convertirse en sus amigos, convertirse en amigos de aquel misterio que El ha venido ha dar cumplimiento. Ser sacerdote quiere decir estar singularmente en amistad con el misterio de Cristo, con el misterio de la Redención en el que El da su “carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51) . Nosotros que celebramos cada día la Eucaristía, el sacramento salvador del Cuerpo Y Sangre, debemos estar en intimidad especial con el misterio, del que este sacramento se origina. El sacerdocio ministerial se despliega solo y exclusivamente bajo el perfil de este misterio divino y únicamente se realiza bajo este aspecto.
En lo profundo de nuestro “yo” sacerdotal, gracias a aquello en que cada uno de nosotros se ha convertido en el momento de la Ordenación, nosotros somos “amigos”: somos testigos particularmente cercanos a este Amor, que se manifiesta en la Redención. El se manifestó “al. principio” en la creación y junto con la caída del hombre se manifiesta siempre en la redención. “Por que tanto ama Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16). Esta es la definición del amor en su significado redentor. Este es el misterio de la Redención definido por el amor. El Hijo Unigénito es el que recoge este amor del Padre y lo da al Padre, llevándolo al mundo. El Hijo Unigénito es el que, por este amor, se da a sí mismo por la salvación del mundo: por la vida eterna de cada hombre, su hermano y hermana.
Y nosotros, sacerdotes, ministros de la Eucaristía, somos “amigos”: nos encontramos particularmente cercanos a este Amor redentor, que el Hijo Unigénito trajo al mundo, y que trae continuamente. Aunque todo esto nos embarga de un santo temor, no obstante debemos reconocer que junto con la Eucaristía el misterio de aquel Amor redentor se encuentra, en cierto modo, en nuestras manos. Que vuelve cada día a nuestros labios. Que está inscrito permanentemente en nuestra vocación y en nuestro ministerio.
¡Oh! ¡Cuán profundamente está constituido cada uno de nosotros en el propio “yo” sacerdotal a través del misterio de la Redención! De esto, concretamente de todo esto, nos hace conscientes la liturgia del Jueves Santo. Y precisamente esto debemos hacer objeto de nuestras meditaciones a lo largo del Año jubilar. Alrededor de esto debe concentrarse nuestra personal renovación interior, porque el Año jubilar es entendido por la Iglesia como un tiempo de renovación para los demás, para nuestros hermano y hermanas en la vocación cristiana, entonces debemos ser también sus testigos y como portavoces ante nosotros mismos: el Año Santo de la Redención Año de La renovación en la vocación sacerdotal.
Operando tal renovación interior en nuestra santa vocación, podremos mayormente y con más eficacia predicar, “un año de gracia del Señor” (Lc 4, 19; Is 61, 2). En efecto, el misterio de la Redención no es una mera abstracción teológico sino que es una incesante realidad mediante la cual Dios abraza al hombre en Cristo con su eterno amor y el hombre, reconoce este amor, se deja guiar e impregnar por él, permite ser transformado interiormente por él, y por medio de él se convierte en “criatura nueva” (2 Cor 5, 17). De este modo, el hombre creado de nuevo por el amor que le ha sido revelado en Cristo, levanta la mirada de su alma hacia Dios y profesa con el salmista: Copiosa apud eum redemptio! “En él hay redención abundante” (Sal 129 [130], 7).
En el Año Jubilar, esta profesión debe brotar del corazón de toda la Iglesia con fuerza singular. Y esto debe cumplirse, queridos Hermanos, por obra de vuestro testimonio y de vuestro ministerio sacerdotal.
3. La redención permanece unida al perdón de la manera más estricta. Dios nos ha redimido en Cristo Jesús, porque nos ha perdonado en Cristo Jesús; Dios ha hecho que nos convirtamos en una “nueva criatura porque en él nos ha agraciado con el perdón Dios reconcilió consigo el mundo en Cristo (cf. 2 Cor 5, 19). Y precisamente porque lo ha reconciliado en Jesucristo, en cuanto primogénito de toda criatura (Col 1, 15), la unión del hombre con Dios se ha consolidada irreversiblemente. Tal unión que, en un tiempo, el “primer” Adán consintió fuese arrebatada en él a toda la humanidad, no puede ser quitada ya por nadie a la humanidad, desde que queda enraizada y consolidada en Cristo, el “segundo Adán”. Por esto mismo, la humanidad se convierte sin cesar, en Cristo, en una “nueva criatura”. Y esto es así, porque en él y por él la gracia de la remisión de los pecados sigue siendo inagotable para todo hombre: copiosa apud eum redemptio!
En el Año Jubilar, queridos Hermanos, debemos hacernos particularmente conscientes de que estamos al servicio de esta reconciliación con Dios que se ha cumplido en Cristo de una vez para siempre. Somos siervos y administradores de este sacramento, en el que la Redención se manifiesta y realiza como perdón, como remisión de los pecados.
¡Oh! ¡Cuán elocuente es el hecho de que Cristo, después de su resurrección, entrase de nuevo en aquel Cenáculo donde el día de Jueves Santo había dejado a los Apóstoles, junto con la Eucaristía, el sacramento del sacerdocio ministerial y le dijo entonces: “Recibir el Espíritu Santo; a quienes perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengan, les serán retenidos” (Jn 10, 22-23).
Así como antes les había dado la facultad de celebrar la Eucaristía, esto es, de renovar de manera sacramental su propio Sacrificio pascual, así ahora, les da la facultad de perdonar los pecados.
Cuando ya en el Año Jubilar meditéis sobre cómo vuestro sacerdocio ministerial ha sido inscrito en el misterio de la Redención de Cristo, tened esto siempre presente ante vuestros ojos. El Jubileo es en efecto ese tiempo singular en que la Iglesia, según una antiquísima tradición, renueva, en la entera comunidad del Pueblo de Dios, la conciencia de la Redención mediante una peculiar intensidad de la remisión y del perdón de los pecados: justamente de la remisión y del perdón de que nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, somos después de los Apóstoles los legítimos herederos.
Como consecuencia de la remisión de los pecados en el Sacramento de la Penitencia, todos aquellos que, valiéndose de nuestro servicio total, reciben este Sacramento, pueden beneficiarse aún más plenamente de la generosidad de la Redención de Cristo, consiguiendo la remisión de las penas temporales que, después de la remisión de los pecados, quedan aún por expiar en la vida presente o en la futura. La Iglesia cree que toda remisión proviene de la Redención llevada a cabo en Cristo. Al mismo tiempo, cree también y espera que el mismo Cristo acepta la mediación de su Cuerpo Místico en la remisión de los pecados y de las penas temporales. Y dado que, en base al misterio del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, se va desarrollando el misterio de la Comunión de los Santos, en perspectiva de la eternidad, la Iglesia durante el Año Jubilar mira con singular confianza hacia este Misterio.
La Iglesia desea beneficiarse, ahora más que nunca, de los méritos de María Santísima y de los Santos, así como de su mediación para hacer más actual aún la Redención cumplida en Cristo con todos sus efectos y frutos de la salvación. De este modo la praxis de las Indulgencias, en conexión con el Año Jubilar, desvela su profundo significado, evangélico, en cuanto el bien, dimanado del Sacrificio redentor de Cristo en todas las generaciones de Mártires y de Santos de la Iglesia desde su comienzo hasta nuestros días, fructifica de nuevo en las almas de los hombres de nuestra época por la gracia de la remisión de los pecados y de los efectos del pecado.
¡Queridos Hermanos míos en el Sacerdocio de Cristo! En el curso del Año Jubilar saber ser de manera especial los maestros de la verdad de Dios sobre el perdón y la remisión, tal como ha sido proclamada incesantemente por la Iglesia. Presentar esta verdad en toda su riqueza Espiritual. Buscad caminos para ella en los ánimos y en las conciencias de los hombres de nuestros tiempos. Y a la vez que maestros, saber ser en este Año Santo, de manera singularmente servicial y generosa, los ministros del Sacramento de la Penitencia, por el que los hijos e hijas de la Iglesia obtienen la remisión de los pecados. Buscad en el servicio del confesionario la insustituible manifestación y verificación del sacerdocio ministerial, cuyo modelo nos han legado tantos Sacerdotes santos y Pastores de almas en la historia de la Iglesia, hasta nuestros días. La fatiga de este ministerio sagrado os ayude a comprender aún más cómo el sacerdocio ministerial de cada uno de nosotros está inscrito en el misterio de la Redención de Cristo mediante la cruz y la resurrección.
4. Con las palabras que os estoy escribiendo, deseo proclamar, de manera peculiar para vosotros, el Jubileo del Año Santo de la Redención. Como ya sabéis por los documentos hasta ahora publicados, el Jubileo se celebra contemporáneamente en Roma y en toda la Iglesia, desde el 25 de este mes hasta al Día de Pascua del próximo año. De este modo la gracia singular del Año de la Redención queda confiada a todos mis Hermanos en el Episcopado, en cuanto Pastores de las Iglesias locales, en la comunidad universal de la Iglesia católica. Contemporáneamente la misma gracia del Jubileo extraordinario se confía también a vosotros queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo. En efecto, vosotros en unión de vuestros Obispos sois pastores de las parroquias y de las demás comunidades del Pueblo de Dios, existentes en todas las partes del mundo.
Y así, es preciso que el Año de la Redención sea vivido en la Iglesia, partiendo justamente de estas comunidades fundamentales del Pueblo de Dios. A este respecto, quiero reproducir aquí algunos pasos de la Bula de convocación del Año Jubilar, que testimonian explícitamente esta exigencia.
“El año de la Redención —he escrito— debe dejar una huella particular en toda la vida de Iglesia, para que los cristianos sepan descubrir de nuevo en su experiencia existencial todas las riquezas inherentes a la salvación que les ha sido comunicada desde el bautismo” (Bula Aperite Portas Redentoris, n. 3). En efecto “en el descubrimiento y en la práctica vivida de la economía sacramental de la Iglesia, a través de la cual llega a cada uno y a la comunidad la gracia de Dios en Cristo, hay que ver el profundo significado y la belleza arcana de este Año que el Señor nos concede celebrar” (Ibid.)
En una palabra, el Año Jubilar quiere ser “una llamada al arrepentimiento y a la conversión”, en orden “a una renovación Espiritual en cada uno de los fieles, en las parroquias, en las diócesis, en las comunidades religiosas y en otros centros de vida cristiana y de apostolado” (loc. cit., n. 11). Si esta llamada será escuchada generosamente, se producirá una especie de movimientos “desde abajo” que, partiendo de las parroquias y de las variadas comunidades ―como he dicho recientemente ante mi querido Presbiterio de Roma― reavivará las diócesis y de este modo no dejará de tener positiva influencia en la Iglesia entera. Precisamente para favorecer este dinamismo ascendente, en la Bula me he limitado a ofrecer algunas orientaciones de carácter general dejando “a las Conferencias Episcopales y a los Obispos de cada diócesis el cometido de establecer indicaciones y sugerencias pastorales de acuerdo con la mentalidad y costumbres de cada lugar y con las finalidades del 1950º aniversario de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibid.).
5. Por esto, queridos Hermanos, os ruego encarecidamente que reflexionéis sobre cómo se puede y debe celebrar el Santo Jubileo del Año de la Redención en cada parroquia, así como en las demás comunidades del Pueblo de Dios, entre las cuales ejercéis el ministerio sacerdotal y pastoral. Os ruego que reflexionéis sobre cómo se puede y debe celebrar en el marco de tales comunidades y al mismo tiempo en unión con la Iglesia local y universal. Os ruego que prestéis singular atención a los ambientes que la Bula recuerda expresamente, como son el de los Religiosos y Religiosas de clausura, el de los enfermos, de los encarcelados, de los ancianos u otros que sufren (cf. loc. cit., n. 11 A y B). Sabemos en efecto que continuamente y de modos diversos se están actuando las palabras del Apóstol: “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 14).
Ojalá el Jubileo extraordinario pueda convertirse así de verdad gracias a esta solicitud y esmero pastoral, en “el año de misericordia del Señor”, según las palabras del Profeta (Is 61, 2) para cada uno de vosotros, queridos Hermanos, y también para todos aquellos que Cristo, Sacerdote y Pastor, ha confiado a vuestro servicio sacerdotal y pastoral.
Aceptar la Presente carta para el día sagrado de Jueves Santo como manifestación de amor cordial; y orad también por quien la escribe, para que no le falte nunca este amor, en torno al cual Cristo Señor interrogó por tres veces a Simón Pedro (cf. Jn 21, 15ss). Con estos sentimientos os doy a todos mi bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el Domingo de Ramos, día 27 de marzo de 1983, quinto de Pontificado.
Juan Pablo II
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