Cuando termina junio, los tórridos agobios del verano se mezclan con los sudores fríos de los exámenes.
-jo, tía, si es que no hay derecho...
La apelación al derecho procede de un chaval desgarbado, que comparte una lata de pepsi con una chica pecosa. Los dos se encuentran encaramados en sendas sillas del vestíbulo, en una inverosímil postura que, si intentara emular, probablemente me llevaría directamente a la UVI.
No sé de qué hablan, pero en junio los chavales pasan sin solución de continuidad de la humildad más rendida ("jo, tío, te juro que no sé nada, me van a cargar todas") a la soberbia más rastrera ("menuda guarrada: lo sabía todo, y me han cateado las cinco"). Uno, que ya dejó los exámenes hace demasiadas décadas, se asombra de lo previsible que es la naturaleza humana, y hasta echa de menos los temblores de junio.
Luis ha terminado y viene a despedirse. Está contento, pero reconoce que no ha sido un final glorioso: rompió con su novia, sus padres siguen "medio separados" y su mejor amigo se va de España por una larga temporada.
-Por cierto -me dice-, me gustó su último artículo de Mundo Cristiano, pero no entendí bien lo que dice al final. Eso de que "ser sacerdote es poca cosa".
Busco el artículo en el ordenador, y leemos el párrafo en cuestión:
-"...el sacerdote no es casi nada: es el pincel que pintó Las Meninas, la pluma de ganso que escribió El Quijote...". Oye -me interrumpo-, no me digas que estás pensando hacerte cura.
-¡Tampoco estoy tan desesperado! -se ríe-; pero ¿por qué dice que ser cura es poca cosa?
Y, de pronto, me encuentro hablando del sacerdocio con un chaval que -quién sabe, tal vez no sea sólo curiosidad- quiere saber "para qué sirve un cura".
El sacerdote -le digo- es un hombre como los demás, pero Dios lo elige para ser, en la Iglesia, Cristo mismo. Es el único que puede decir con verdad "esto es mi Cuerpo; ésta es mi Sangre"; el único que hace posible que en cada época de la historia y en cada rincón del Planeta siga inmolándose Jesús por los hombres.
Por eso escribí que es el oficio más grande. Y por eso digo que el sacerdote no es casi nada. Dios lo hace todo. Cualquier otro profesional puede sentirse razonablemente orgulloso del fruto de su esfuerzo, ya que existe una proporción entre lo que él realiza y el resultado de su trabajo. Pero esto no ocurre en el sacerdocio, al menos en aquellas tareas que dan sentido a su vocación. ¿Qué aporta el hombre? Su voz, sus gestos...¿Quién puede presumir de haber traído a Jesucristo o de perdonar los pecados? Sería como si el pincel de Velázquez se volviera loco y se atribuyera el mérito de haber creado Las Meninas.
Luis se queda pensativo y le sale su vena de jurista en ciernes:
-Así que un cura es un hombre "expropiado" por Jesucristo.
-Es una forma de expresarlo, desde luego. Uno ya no se pertenece. A quien dice todos los días "esto es mi Cuerpo", Dios le toma la palabra y le pide que su cuerpo y su alma sean sólo de Jesucristo. Luis me dice que todo eso es "muy fuerte", y yo le digo que la llamada al sacerdocio no anula la personalidad del elegido. Al contrario: uno pone en la tarea todas su energías, su talento, su temple. ..
Pero a mi amigo le importan otras cosas: "cómo se nota la vocación, qué pasa si te equivocas, qué te da Dios a cambio; por qué unos se visten de cura y otros no...".
Le propongo escribir un artículo y enviárselo por correo electrónico este verano. Me dice que de acuerdo, pero antes de marcharse me hace una desconcertante pregunta:
-¿Qué se siente cuando uno dice "yo te absuelvo de tus pecados", y tiene delante de rodillas a un tipo así..., como yo?
Le digo la verdad:
-Cuanto más sincero y valiente es el que se confiesa, más se agiganta su figura a los ojos del sacerdote, y más pequeño e inútil se siente el confesor. Comprende bien aquello que escribió San Josemaría: "veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!" Pero, al mismo tiempo, entiende que es Cristo, y ¡qué alegría poder perdonar en su nombre!
Bueno, eso de que Dios le llama a uno para ser sacerdote... Supongo que no es verdad. Dios no se ocupa de esas cosas. ..
Luis me miró de reojo para ver qué cara ponía yo.
-Dios se ocupa de todo. Dice el evangelio que hasta del último pájaro que cae en tierra.
-Ya está usted con sus pájaros. Nosotros somos hombres...
-Es verdad. Por eso llama a la puerta educadamente, y habla en voz baja. Apela a nuestra libertad de oír y de responder. La Biblia está llena de esas llamadas: a Abraham, a Moisés, a los profetas, a los Magos, a cada apóstol...
-Y según usted, ahora sigue actuando así.
-También lo dice la Escritura: yo te he redimido y te he llamado por tu propio nombre... O sea, que no se trata de una llamada genérica, de una especie de bando para el conjunto de la humanidad, sino de una invitación personal al oído del hombre.
Entre todas las cuestiones que salieron en aquella conversación del pasado mes de junio, ésta era la que más inquietaba a Luis. Al final quedamos en comunicarnos por correo electrónico durante las vacaciones.
Han pasado más de dos meses y ni él ni yo hemos cumplido tan saludable propósito. Por otra parte, ¿qué podía explicarle?
-A ver cómo te las arreglas -me dijo Kloster- para explicar en seiscientas palabras por qué miles de hombres en todo el mundo aseguran que Dios les llama, y perseveran hasta la muerte. Y por qué ahora casi nadie oye esa supuesta llamada.
No pretendo explicar tanto. Pero esta mañana he vuelto a abrir el correo electrónico, y compruebo que sigue habiendo un buen grupo de chavales al otro lado de la pantalla enganchados a esta página de Mundo Cristiano. Y, francamente, me dan ganas de decir a alguno:
-Oye tú. ..¿has pensado alguna vez en la posibilidad de ser cura?
Cuando hice esta pregunta a Juan hace treinta años, me miró con cara de susto y acabó por reconocer que "hombre, sí que alguna vez, de pasada, y quién no, pero, vamos, como se piensa una tontería, y no es que yo diga que es una tontería, pero bueno...". Juan acabó por declarar que esto de la vocación "debe ser un sentimiento muy fuerte y yo, por supuesto, ni por el forro...".
Le expliqué entonces que hay que ser valiente y plantearse el problema. Y tartamudeó más de la cuenta cuando volví a preguntarle si lo había hablado con Dios.
-Aunque -remaché- deberías decirle primero que estás dispuesto a responder que sí a todo lo que te pida.
Me temo que fui demasiado directo; la prueba es que no volví a ver a Juan.
-Pero bueno, ¿se puede saber cómo se nota la vocación?
Podría decirse que Dios va dejando a nuestro paso una serie de señales. Al mismo tiempo afina la pupila del que debe descubrirlas, y despierta en su inteligencia y en su voluntad el deseo de entregarse, de jugarse la vida a una carta que valga la pena. Hay quien ha descubierto esa llamada leyendo un libro, charlando con un amigo, oyendo música... O hablando, sin palabras, con Dios.
San Josemaría se sintió interpelado por las pisadas en la nieve de un carmelita descalzo, y decidió hacerse sacerdote. Quizá otros muchos vieron las mismas huellas, pero no supieron "leerlas". Manolo me dice que él "descubríó" un día que la Iglesia necesitaba curas con urgencia, y pensó en su hermano pequeño. No tardó en comprender que era él quien debía responder. Y Rafa se fue al Seminario cuando su mejor amigo abandonó la fe. También esos renglones torcidos sirven a Dios para escribir derecho.
-¿Y por qué ahora son menos los que oyen la llamada?
Es un problema de entendederas. Esta época mugrienta y trivial que nos ha tocado vivir sintoniza mal con Dios. Cuando las orejas están sucias, la voz del Señor no llega, o llega tan distorsionada que resulta difícil reconocerla. Por eso, además de rezar, hay que emprender con urgencia un lavado general de apéndices auriculares: a las familias light, a los niños danone, a los que viven en perpetua indigestión consumista, a los obsesos del placer..., es decir, a los más tristes de este mundo nuestro.
Y seguirá habiendo vocaciones, no os quepa la menor duda.
-Mira que si alguno, por leer estos artículos, empieza a pensarlo...
-Aunque no los leyera nadie más, habrían valido la pena.
Fuente: "Mundo Cristiano", N.518-519 y 520, julio-agosto y septiembre de 2004.