Cuenta un voluntario que trabajaba en un hospital de Stanford, que hace muchos años conoció a una niña llamada Liz, que sufría de una extraña enfermedad. “Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a su hermana. Yo lo vi dudar por sólo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir:
–Sí, lo haré, si eso salva a Liz”.
Prosigue el relato. “Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros lo asistíamos a él y a su hermana, viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le pregunto con voz temblorosa.
– ¿Empezaré a morirme en seguida?”
“Siendo sólo un niño –comenta el testigo–, éste no había comprendido al doctor; pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aun así se la daba”.
Hasta aquí la anécdota real. Me parece reflejar una actitud verdaderamente sacerdotal: dar la vida realmente por los demás: y no precisamente porque a uno no le cueste, sino a pesar de que cuesta. Eso sólo se puede hacer con una generosidad total, fruto de un don de Dios.
El texto cristiano más importante sobre el sacerdocio es la Carta a los Hebreos. En su encuentro de cuaresma con el clero romano (el 18 de febrero) Benedicto XVI ha señalado los elementos centrales del texto para la comprensión del sacerdocio cristiano.
El Papa ha desarrollado su meditación sobre el tema en tres momentos o niveles sucesivos: el sacerdocio de Aarón (el del Templo); el sacerdocio de Melquisedec; el sacerdocio de Cristo que asume y perfecciona los anteriores, y que da a participar en la Iglesia.
Del sacerdocio de Aarón se deducen dos aspectos: que es instituido por Dios, y que al mismo tiempo depende de los hombres. Sólo si el sacerdote tiene una autorización o institución divina y a la vez es hombre puede establecer un “puente” (ser “pontífice”) entre Dios y los hombres; y es que “la misión del sacerdocio es la de ser mediador, puente que une, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su luz verdadera, a su vida verdadera”. Las dos condiciones se realizan plenamente en Cristo, Dios y hombre verdadero. Y el Sacramento del Orden, al ponerle en comunión con Cristo, hace participar al sacerdote de la misión de Cristo. Por tanto, “nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; solo Dios puede entrar en mi vida y tomarme de la mano. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra –ser elegidos y tomados de la mano por Dios– es un punto fundamental en el que entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el que Dios me da lo que yo no podría nunca dar: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo”. Por eso –concluía el Papa– el sacerdote debe ser un hombre de Dios, de la comunión con Cristo a través de la Misa, de la Liturgia de las Horas y de la oración personal.
También el sacerdote debe ser hombre y tener –según la Carta a los Hebreros– “compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (5, 2). Ser capaz de cargar con los sufrimientos de los otros es propio del sacerdote. No vivir en una especie de paraíso celestial abstraído de las necesidades de los demás. Jesús –de nuevo según la Carta a los Hebreos– ofreció “en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (5, 7). Y así, subraya el Papa, ejerció su sacerdocio no sólo en el Huerto de los Olivos, sino que, en toda su vida, se enfrentó con la muerte y el sufrimiento de los hombres en la historia. Sobre su cruz, Jesús “transforma todo el sufrimiento humano, tomándolo en sí mismo en un grito a los oídos de Dios”. Así fue mediador. Y lo mismo debe hacer el sacerdote: “El sacerdocio no es una cosa para algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y también en sus alegrías, naturalmente. Así nos convertimos cada vez más en sacerdotes en comunión con Cristo”, en obediencia a la voluntad de Padre. Como subrayaba San Máximo el Confesor, Cristo que era uno con el Padre, se manifestó como tal perfectamente por su obediencia a la voluntad del Padre; una voluntad, que, en palabras de Benedicto XVI, “no es una voluntad tiránica, no es una voluntad que esté fuera de nuestro ser, sino que es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra verdadera identidad”.
Por ese abandono en el Padre, Cristo fue escuchado, mereciéndonos la resurrección, que ahora se nos aplica sobre todo por la Eucaristía. Por eso, para el sacerdote, “ser servidor de la Eucaristía es, por tanto, la profundidad del misterio sacerdotal”. La Eucaristía recoge la oración, los deseos, la búsqueda de Dios por parte de los hombres. Pero esto sucede, además, porque el sacerdocio de Cristo en la Eucaristía asume también el sacerdocio de Melquisedec, rey y sacerdote pagano, que ofrecía pan y vino, frutos de la creación.
Aquí podemos nosotros recordar que Jean Daniélou mostró que el hecho de que Cristo asumiera también el sacerdocio de Melquisedec hace que su sacerdocio (el de Cristo) sea superior al de Aarón; porque asume y ofrece también toda la creación: las preocupaciones e inquietudes, los gozos y las esperanzas, los trabajos y las penas de los hombres, e incluso de las demás criaturas de Dios, que no tienen voz para darle gloria, y lo hacen a través de los sacerdotes. Por eso, como ha escrito Pedro Rodríguez, el sacerdocio de Cristo asume primero el sacerdocio de Melquisedec y luego el de Aaron (incluyendo a ambos): es un sacerdocio “existencial” un sacerdocio “de la vida”, que se ofrece por manos de los sacerdotes instituidos. Y de ese sacerdocio existencial participan ahora no sólo los presbíteros, sino todos los cristianos, llamados a ser sacerdotes de su propia vida; pues ya el hombre –se ha escrito muchas veces, y lo recogía Ronald Knox– es el sacerdote de la creación. Pero todo esto sólo es posible plenamente en la Iglesia y por medio de la Eucaristía.
Por eso es lógico que el Papa, sin desarrollar todo esto, concluya diciendo que el verdadero templo, la verdadera Jerusalén, el verdadero sacerdocio, es el del Cuerpo de Cristo, el de la Iglesia entera, centrado en la Eucaristía. Los presbíteros –los que normalmente se llaman sacerdotes– “estamos llamados a ser ministros –es decir, servidores o mediadores– de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida”.
Sacerdocio de Aarón, sacerdocio de Melquisedec, sacerdocio de Cristo, sacerdocio de los sacerdotes, y más aún de todos los cristianos a partir del bautismo, llamados a ofrecer su vida entera –gota a gota, cada día– en culto verdadero para gloria de Dios y servicio de todas las personas del mundo. Sacerdocio, mediación entre Dios y los hombres: un jalón importante en el Año sacerdotal.
Ramiro Pellitero pertenece al Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra
Publicado en www.analisisdigital.com, 2-III-2010