Una encuesta publicada por la revista «21RS» entre sacerdotes diocesanos ha proporcionado durante los últimos días diversas excusas para la comidilla periodística. Se ha insistido mucho, por ejemplo, en que hay curas que se declaran partidarios del celibato opcional, curas que adoptan posturas contrarias cuando se les pregunta sobre la recepción del Concilio Vaticano II, curas que se declaran de izquierdas o de derechas. Se descuida, en cambio, el dato esencial de la encuesta, el dato que hace palidecer todos los demás: noventa y siete de cada cien curas encuestados afirman sin dubitación que, si volvieran a nacer, elegirían otra vez el ministerio sacerdotal, volverían a dejarlo todo y a seguir la llamada que un día los convocó. Y esta respuesta tan abrumadoramente unánime nos sitúa ante la grandeza y generosidad de su decisión: más allá de cualquier discrepancia, más allá de preferencias ideológicas, estos curas se saben y se sienten curas, saben y sienten que no podrían ser otra cosa, saben y sienten que el sentido de su elección ha dado sentido a su vida y que, sin esa elección, su vida resultaría estéril e ininteligible.
La banalidad contemporánea puede regocijarse analizando los pareceres encontrados que esa encuesta manifiesta; en el fondo, ese regocijo es la expresión de una incomprensión supina. No hay personas tan radicalmente libres como los curas: la decisión que un día adoptaron los convirtió en hombres a contracorriente, hombres capaces de escuchar una voz interior entre el tumulto de voces confusas con que nuestra época nos aturde, hombres dispuestos a renunciar a formas de vida mucho menos exigentes a cambio de una felicidad difícil y puesta a prueba cada día; cuando se ha sido libre hasta tal extremo en lo esencial, es natural que se sea libre también en lo accesorio. Quienes hemos tenido la suerte de tropezarnos en nuestro camino con curas que desempeñan su ministerio con alegría y denuedo sabemos, sin necesidad de encuestas, que participan de las pasiones humanas, y que por lo tanto poseen opiniones muy diversas sobre asuntos que afectan accesoriamente a su ministerio; pero también sabemos que el fuego que alimenta su vocación es el mismo, sabemos que en lo que verdaderamente importa no hay entre ellos disensiones ni titubeos. Todos se saben, con orgullo y humildad, pescadores de hombres, ungidos por Dios para predicar la buena nueva. Se saben depositarios de una gracia que es testimonio de la fidelidad de Dios al hombre; y esa certeza les basta para vivir.
"No hay personas tan radicalmente libres como los curas: la decisión que un día adoptaron los convirtió en hombres a contracorriente, hombres capaces de escuchar una voz interior entre el tumulto de voces confusas con que nuestra época nos aturde".
Sólo cuando entendemos la razón última de su vocación podemos comprender la naturaleza de su servicio. Sólo entonces entendemos el sacrificio de esos curas rurales que atienden media docena de parroquias en pueblos que ni siquiera figuran en el mapa; sólo entonces entendemos el pundonor de esos curas ya achacosos que siguen levantándose de la cama cuando suena un teléfono en mitad de la noche y una voz les requiere para administrar los sacramentos a un moribundo; sólo entonces entendemos el coraje de esos chavales que ingresan en un seminario, contrariando las inercias de una época que ha renunciado al espíritu; sólo entonces entendemos la epopeya anónima de tantos curas que se desvelan por los pobres, que se vuelcan en los ancianos y en los enfermos, que encuentran siempre un rato libre para donarlo a quienes se acercan a ellos en busca de consuelo espiritual. Yo he tenido la suerte de conocer a algunos de estos curas, he tenido la suerte de disfrutar de su amistad y de sentirme querido por ellos, de sentirme salvado por ellos. He tenido la suerte de compartir sus tribulaciones y de escuchar sus inquietudes; y he comprobado que, en su rica e inabarcable diversidad, son todos uno y lo mismo: hombres que han elegido servir a otros hombres, hombres que renuevan cada día el misterio de la Redención, que se calcinan en el desempeño de su ministerio sin pedir nada a cambio, en un ejercicio de generosidad insomne que nunca dejará de asombrarme. Son curas, sin adjetivos ni aderezos. El día en que dejaran de existir el mundo se apagaría, habría perdido la esperanza.
Fuente: Diario Abc, Madrid, 4 de abril de 2007
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