Ofrecemos la intervención del cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero, del 24 de enero de 2011 en las Jornadas Sacerdotales celebradas en Ars (Francia) sobre el celibato sacerdotal. Fue realizada desde Roma, en conexión en directo con el encuentro, con el título: “El celibato sacerdotal: fundamentos, alegrías, desafíos... Las enseñanzas del Papa sobre el tema: de Pío XI a Benedicto XVI”.
Guía del documento
1. Pío XI y la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii
2. Pío XII y la Encíclica Sacra Virginitas
3. Juan XXIII y la Encíclica Sacerdotii nostri primordia
4. Pablo VI y la Sacerdotalis caelibatus
5. Juan Pablo II y la Pastores dabo vobis
6. Benedicto XVI y la Sacramentum Caritatis
Conclusiones (en 7 puntos)
Venerados hermanos en el Episcopado,
Queridísimos sacerdotes y amigos todos,
Estoy muy contento de intervenir en vuestro Coloquio utilizando las más modernas tecnologías de la comunicación. Esta intervención pretende expresar ante todo la más profunda estima y mi aliento personal y el de la Congregación para el Clero hacia los organizadores del Coloquio, por el tema que se ha elegido, de lo más oportuno, y sobre todo porque éste tiene lugar en el lugar que vio la obra de san Juan Maria Vianney, modelo acabado de Sacerdocio ministerial e imagen de continua referencia también para los sacerdotes de nuestro tiempo.
El tema que se me ha asignado es muy específico y se refiere a las enseñanzas de los Papas sobre el Celibato sacerdotal, desde Pío XI a Benedicto XVI. Desarrollaré la presente intervención examinando algunos de los documentos más significativos de estos Pontífices, mostrando la actualidad de sus enseñanzas y trazando algunas líneas de síntesis que espero sean útiles para transfundir, de hecho, en la formación eclesiástica.
Para mantenerme en los tiempos que me han asignado, he decidido examinar sólo los documentos más significativos de los Pontífices y, especialmente, algunas Encíclicas, que, al respecto, resultan particularmente relevantes.
1. Pío XI y la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii
Está históricamente demostrada la verdadera y auténtica pasión del Santo Padre Pío XI por las vocaciones sacerdotales y su incansable actuación para la edificación de Seminarios en todo el orbe católico, en los que pudiesen recibir una formación adecuada los jóvenes que se preparaban al ministerio sacerdotal.
Dentro de este marco debe comprenderse adecuadamente la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii del 20 de diciembre de 1935, promulgada con ocasión del 56° Aniversario de la Ordenación sacerdotal de ese Pontífice. La Encíclica se compone de cuatro partes, las dos primeras dedicadas más específicamente a los fundamentos, desde el título 1º “La sublime dignidad: Alter Christus” y 2º “Brillante ornamento”, mientras que la tercera y la cuarta son de carácter más normativo-disciplinar y concentran su atención en la preparación de los jóvenes al Sacerdocio y en algunas características de su espiritualidad.
De particular interés para nuestro tema es la segunda parte de la Encíclica, que dedica un párrafo entero a la castidad. Este además se coloca, en la segunda parte, después del párrafo que habla del sacerdote como “imitador de Cristo” y el dedicado a la “piedad sacerdotal”, mostrando de este modo cómo la concepción de Pío XI era –como la Iglesia ha considerado siempre– la de carácter ontológico-sacramental. De ella deriva la exigencia de la imitación de Cristo y de la excelencia de la vida sacerdotal, sobre todo en orden a la santidad. Afirma de hecho la Encíclica: “el sacrificio eucarístico, en el que se inmola la Víctima inmaculada que quita los pecados del mundo, muy particularmente requiere en el sacerdote vida santa y sin mancilla, con que se haga lo menos indigno posible ante el Señor, a quien cada día ofrece aquella Víctima adorable, no otra que el Verbo mismo de Dios hecho hombre por amor nuestro”, y también “puesto que el sacerdote es embajador en nombre de Cristo (cf. 2Cor 5,20), ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: 'Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo' (cf. 1Cor4,16;11,1), ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando al mundo”.
Inmediatamente antes de hablar de la castidad, casi como subrayando su vínculo inseparable, Pío XI pone de manifiesto la importancia de la piedad sacerdotal, afirmando: “Nos hablamos de piedad sólida: de aquella que, independientemente de las continuas fluctuaciones del sentimiento, está fundada en los más firmes principios doctrinales, y consiguientemente formada por convicciones profundas que resisten a las acometidas y halagos de la tentación”. De estas afirmaciones se ve con claridad que la comprensión misma del Sagrado Celibato está en estrecha y profunda relación con una buena formación doctrinal, fiel a la Sagrada Escritura, a la Tradición y al ininterrumpido Magisterio eclesial, y a un ejercicio auténtico de la piedad, que nosotros llamamos hoy “vida espiritual intensa”, resguardándola tanto de las desviaciones sentimentales, que a menudo degeneran en el subjetivismo, como de las racionalistas, también muy difundidas, que producen un criticismo escéptico, muy alejado de un sentido crítico inteligente y constructivo.
La castidad, en la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii, está definida como “íntímamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza”. De la misma hay un intento de justificación racional, según el derecho natural, en la afirmación: “Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu, bien se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en cierta manera se despoje de su cuerpo”. A esta primera afirmación, que a nuestros ojos hoy resulta más bien frágil, y que, en todo caso, vincula la castidad a la pureza ritual y, en consecuencia, excluiría su permanencia, ligándola a los tiempos de los ritos del Culto, hace a continuación el reconocimiento de la superioridad del sacerdocio cristiano respecto tanto del sacerdocio del Antiguo Testamento, como a la institución sacerdotal natural propia de cualquier tradición religiosa.
La Encíclica, en este punto, pone en el centro de la reflexión la propia experiencia del Señor Jesús, entendida como prototípica para todo sacerdote. Afirma de hecho: “El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias, […] era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra (cf. Mt 19,11)”.
Es posible, en estas afirmaciones de la Encíclica, notar una cierta complementariedad entre la intención de fundar la castidad sacerdotal en la exigencia de pureza cultual, y la más amplia, y hoy mayormente comprendida, exigencia de presentarla como imitatio Christi, vía privilegiada para imitar al Maestro, que vivió ejemplarmente de manera pobre, casta y obediente.
Pío XI no descuida, por otro lado, citar los pronunciamientos dogmáticos que se refieren a la obligación de la castidad, y en particular el Concilio de Elvira y el segundo Concilio de Cartago, que, aunque en el siglo IV, atestiguan con obviedad una práxis muy anterior, consolidada, y que por tanto puede ser traducida en ley.
Con un acento extraordinariamente moderno, en el sentido de inmediatamente accesible a nuestra mentalidad, la Encíclica habla de la libertad, con la que se acoge el don de la castidad, afirmando: “Por su libre voluntad hemos dicho: como quiera que, si después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no forzados ni por ley alguna ni por persona alguna, sino por su propia y espontánea resolución personal”. Podríamos deducir, en respuesta a algunas objeciones contemporáneas, sobre una presunta obstinación de la Iglesia en imponer a los jóvenes el Celibato, que el Magisterio autorizado de Pío XI, lo indicaba como resultado de la libre acogida de un carisma sobrenatural, que nadie impone, ni podría imponer. Al contrario la norma eclesiástica se entiende como la decisión de la Iglesia de admitir al sacerdocio sólo a aquellos que han recibido el carisma del Celibato y que, libremente, lo han acogido.
Si bien es legítimo sostener que, según el clima de la época, el fundamento del Celibato eclesiastico en la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii de Pío XI se pone en razones, aunque válidas, de pureza ritual, no menos es posible reconocer en el mismo texto una importante dimensión ejemplar tanto del Celibato de Cristo, como de Su libertad, que es la misma a la que son llamados los sacerdotes.
2. Pío XII y la Encíclica Sacra Virginitas
Una contribución determinante desde el punto de vista magisterial fue dada por la Encíclica Sacra Virginitas, del 25 de marzo de 1954, del Siervo de Dios Pío XII. Esta, como todas las Encíclicas de ese Pontífice, resplandece por el claro y profundo planteamiento doctrinal, por la riqueza de referencias bíblicas, históricas, teológicas, espirituales, y constituye aún hoy un punto de referencia de notable relieve.
Aunque, en sentido estricto, la Encíclica tiene como objeto formal no el celibato eclesiástico, sino la virginidad por el Reino de los Cielos, no lo es menos que, en ella, son muchos los puntos de reflexión y las referencias explícitas a la condición celibataria también del Sacerdocio.
El Documento se compone de cuatro partes: la primera delinea la “verdadera idea de la condición virginal”, la segunda identifica y responde a algunos errores de la época, que no pierden su problematicidad tampoco hoy; la tercera parte manifiesta la relación entre virginidad y sacrificio, y la última, a modo de conclusión, muestra algunas esperanzas y algunos temores ligados a la virginidad.
La virginidad, en la primera parte, se presenta como un modo excelente de vivir el seguimiento de Cristo. “¿Qué es, de hecho, sino imitar?”, se pregunta el Pontífice. Y responde: “todos estos discípulos y esposas de Cristo se han abrazado con la virginidad, según San Buenaventura, para conformarse con su Esposo Jesucristo […] A su encendido amor a Cristo no podía bastar la unión de afecto; era de todo punto necesario que ese amor se echase también de ver en la imitación de sus virtudes, y de manera particular, conformándose con su vida, que toda ella se empleó en el bien y salvación del género humano. Si, pues, los sacerdotes […] guardan castidad perfecta, es, en definitiva, porque su Divino Maestro fue virgen hasta el fin de su vida”.
En realidad, y ciertamente no por casualidad, el Pontífice asimila la condición virginal sacerdotal a la de los religiosos y de las religiosas, mostrando, de esta forma, que el celibato, que se diferencia desde el punto de vista normativo, tiene en realidad el mismo fundamento teológico y espiritual.
Otra razón del celibato la señala el Pontífice en la exigencia, en conexión con el Misterio, de una profunda libertad espiritual. Afirma la Encíclica: “Para que los ministros sagrados adquieran esta espiritual libertad de cuerpo y de alma y se desentiendan de negocios temporales, la Iglesia latina les exige que voluntariamente se obliguen a la castidad perfecta”, y añade: “los ministros sagrados se abstienen enteramente del matrimonio no solo porque se dedican al apostolado, sino también porque sirven al altar”. Se pone de manifiesto, de esta forma, cómo a la razón apostólica y misionera se une propiamente, en el Magisterio de Pío XII, la cultual, en una síntesis que, más allá de cualquier polarización, representa la real y completa unidad de razones a favor del celibato sacerdotal.
Por lo demás, ya en la Exhortación Apostólica Menti Nostrae, el mismo Pío XII afirmaba: “El sacerdote, por la ley del celibato, lejos de perder la prerrogativa de la paternidad, la aumenta inmensamente, como quiera que no engendra hijos para esta vida perecedera, sino para la que ha de durar eternamente”.
Misionariedad, sacralidad del Ministerio, imitación realista de Cristo, fecundidad y paternidad espiritual constituyen, por tanto, el horizonte imprescindible de referencia del celibato sacerdotal, no con independencia de la corrección de algunos errores siempre latentes, como la falta de reconocimiento de la excelencia objetiva, y no cierto por santidad subjetiva, del estado virginal respecto al matrimonial, la afirmación de la imposibilidad humana de vivir la condición virginal o la alienación de los consagrados de la vida del mundo y de la sociedad. Al respecto afirma el Pontífice: “Si bien cuantos profesan la perfecta castidad han renunciado a este amor humano, no por eso se puede afirmar que por efecto de esa renuncia hayan rebajado y despojado en alguna manera su personalidad humana, porque del mismo Dador de dones celestiales reciben un auxilio espiritual que sobrepuja con creces la ayuda mutua que los esposos recíprocamente se procuran. Consagrándose totalmente al que es su principio y les comunica su vida divina, no se empequeñecen, sino que sumamente se engrandecen”.
Estas afirmaciones podrían ser suficientes para responder, con la claridad necesaria, a muchas objeciones de carácter psico-antropológico, que aún hoy se plantean al celibato sacerdotal.
El último grande y fundamental tema afrontado por la Encíclica Sacra Virginitas es el más propiamente sacerdotal de la relación entre virginidad y sacrificio. Observa el Pontífice, citando a san Ambrosio: “[la castidad] es un medio capaz de conducir con mayor seguridad y facilidad a quienes les ha sido concedido, alcanzar el término, de sus anhelos, la perfección evangélica y el reino de los cielos […] la castidad se propone, no se impone”. En este sentido, la invitación de Pío XII, siguiendo a los Santos Padres, es doble: por un lado, afirma el deber de “medir bien las fuerzas” para comprender si se está en grado de acoger el don de la gracia del celibato, entregando a toda la Iglesia, en este sentido, especialmente en nuestros días, un criterio seguro de honrado discernimiento; por el otro, pone en evidencia el vínculo intrínseco entre castidad y martirio, enseñando, con san Gregorio Magno, que la castidad sustituye al martirio y representa, en todo tiempo, la más alta y eficaz forma de testimonio.
Parece evidente a todos que, sobre todo en nuestra sociedad secularizada, la continencia perfecta por el Reino de los Cielos, representa uno de los testimonios más eficaces y mayormente capaces de “provocar” saludablemente a la inteligencia y al corazón de nuestros contemporáneos. En un clima cada vez más erotizado, y casi de forma violenta, la castidad, sobre todo de aquellos que en la Iglesia son investidos del Sacerdocio ministerial, representa un desafío, aún más poderosamente elocuente, a la cultura dominante y, en definitiva, a la propia pregunta sobre la existencia de Dios y sobre la posibilidad de conocerlo y de entrar en relación con Él.
Me parece ahora obligado sacar a la luz una última reflexión sobre la Encíclica de Pío XII, pues esta, más que las demás, parece decididamente contra corriente respecto a muchas de las costumbres hoy difundidas incluso entre no pocos miembros del Clero y en varios lugares de “formación”. Citando a san Jerónimo, el Pontífice explica cómo “es preferible la huida a la batalla en campo abierto […]. Consiste esta huida en evitar diligentemente la ocasión de pecar, y principalmente en elevar nuevamente y nuestra alma a las cosas divinas durante las tentaciones, fijando la vista en Aquel a quien hemos consagrado nuestra virginidad. 'Contemplad la belleza de vuestro amante Esposo', nos aconseja San Agustín”.
Parecería hoy casi imposible al educador transmitir el valor del celibato y de la pureza a los jóvenes seminaristas, en un contexto en el que resulta, de hecho, imposible vigilar sobre las visiones, las lecturas, sobre la utilización de internet, y sobre los conocimientos. Aunque es cada vez más evidente y necesaria la implicación madura de la libertad de los candidatos en una colaboración voluntaria y consciente en la obra de formación, con todo la Encíclica considera un error, y concordamos plenamente, permitir a quien se prepara al Sacerdocio cualquier experiencia, sin el necesario discernimiento y el debido alejamiento del mundo. Permitir esto equivale a no comprender nada del hombre, de su psicología, de la sociedad y de la cultura que nos rodea. Significa estar encerrados en una especie de ideología preconcebida que va contra la realidad. Basta mirar alrededor. ¡Cuánto realismo en los versículos del salmo: “tienen ojos y no ven…”!
Debo confiar, al final de este breve excursus sobre la Encíclica de Pío XII (pero lo mismo podría decir de la de Pío XI), que me quedo siempre sorprendido de su modernidad y actualidad. Aun permaneciendo la focalización preeminente en el aspecto sagrado del celibato y en el vínculo entre el ejercicio del Culto y la virginidad por el Reino de los Cielos, el Magisterio de estos dos Pontífices presenta un celibato cristológicamente fundado, tanto en la directiva de la configuración ontológica a Cristo Sacerdote-Virgen, como en la de la imitatio Christi.
Si parece en parte justificada la lectura que ve en el Magisterio papal sobre el Celibato, anterior al Concilio Ecuménico Vaticano II, una insistencia en las argumentaciones sacro-rituales, y en el sucesivo al Concilio una apertura a razones más cristológico-pastorales, también se debe reconocer –y esto es fundamental para la correcta hermenéutica de la continuidad, o lo que es lo mismo, para la hermenéutica “católica”– que tanto Pío XI como Pío XII subrayan ampliamente las razones de carácter teológico. El celibato resulta, en los pronunciamientos mencionados, no sólo particularmente oportuno y apropiado a la condición sacerdotal, sino íntimamente conectado con la esencia misma del Sacerdocio, comprendida como participación en la Vida de Cristo, en Su Identidad y por ello, en Su misión. ¡Ciertamente no es casualidad que esas Iglesias de Rito oriental que ordenan también a viri probati, no admitan en absoluto a la ordenación episcopal a sacerdotes casados!
3. Juan XXIII y la Encíclica Sacerdotii nostri primordia
El beato Juan XXIII dedicó, como bien sabéis, otra encíclica al santo Cura de Ars, en el primer centenario de su nacimiento al Cielo. En ella, los temas fundamentales de la virginidad y del celibato por el Reino de los Cielos, desarrollados por el Pontífice Pío XI y, sobre todo, por el Papa Pío XII, son recibidos por Juan XXIII y como progresivamente declinados en la figura ejemplar de san Juan María Vianney, que él presenta como quintaesencia del Sacerdocio católico.
El Pontífice indica cómo todas las virtudes necesarias y propias de un sacerdote fueron acogidas y vividas por san Juan María Vianney, y pone el acento en el texto de la encíclica en la ascesis sacerdotal, en el papel de la oración y del Culto eucarístico, y en el consiguiente celo pastoral.
Citando, aunque indirectamente, a Pío XI, la encíclica reconoce cómo, para la realización de las funciones sacerdotales, se exige una santidad mayor que la requerida por el estado religioso, y afirma cómo la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo. Afirma Juan XXIII: "En su mirada brillaba la castidad,", se ha dicho del Cura de Ars. En verdad, quien le estudia queda maravillado no sólo por el heroísmo con que este sacerdote redujo su cuerpo a servidumbre (1 Cor 9, 27), sino también por el acento de convicción con que lograba atraer tras de sí la muchedumbre de sus penitentes". Surge con claridad cómo, para el beato Juan XXIII, en el Cura de Ars era de luminosa evidencia el vínculo entre eficacia ministerial y fidelidad a la continencia perfecta por el Reino de los Cielos, y cómo esta última no estaba determinada por las exigencias del ministerio, sino que, al contrario, está contra cualquier reducción funcionalista del sacerdocio, siendo precisamente el Ministerio, en su más amplio florecimiento, el que está determinado, casi causado, por la fidelidad al celibato. Prosigue el Pontífice: "Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: 'Cuando el corazón es puro -decía muy bien el Cura de Ars- no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios'".
De esta argumentación perfectamente teológica se comprende bien cómo el Espíritu de Dios y el espíritu del mundo se encuentran en oposición diametral. Tenemos por tanto los parámetros para comprender y construir.
En la encíclica se pone en evidencia el vínculo constitutivo entre celibato, identidad sacerdotal y celebración de los divinos Misterios. Se pone un acento particular en el vínculo entre ofrenda eucarística del divino Sacrificio y don cotidiano de sí mismos, también en el sagrado celibato. Ya en 1959 el Magisterio pontificio reconocía, así, cómo gran parte de la desorientación respecto a la fidelidad y a la necesidad del celibato eclesiástico dependía, y de hecho depende, de una inadecuada comprensión de su relación con la Celebración Eucarística. En ella, de hecho, no de forma funcional sino real, el sacerdote participa en la ofrenda única e irrepetible de Cristo, la cual sin embargo es sacramentalmente actualizada y representada en la Iglesia para la salvación del mundo. Semejante participación implica la ofrenda de sí mismos, que debe ser íntegra, e incluir por tanto también la propia carne en la virginidad.
¿Quién no ve entonces cómo entre Eucaristía-culto divino y Sacerdocio ordenado existe un nexo vital? Las suertes del culto y del Sacerdocio están unidas. Imposible cuidar un ámbito sin cuidar el otro. Es necesario reflexionar sobre ello cuando uno se dedica a la formación sacerdotal, y es necesario ser siempre conscientes del hecho de que a la suerte de la reforma de los clérigos está ligada la suerte de una nueva evangelización absolutamente indispensable.
Vale aún hoy, quizás con acentos más dramáticos, la indicación del beato pontífice: "Con afecto paternal, Nos pedimos a nuestros amados sacerdotes que periódicamente se examinen sobre la forma en que celebran los santos misterios, y sobre las espirituales disposiciones con que ascienden al altar y sobre los frutos que se esfuerzan por obtener de él". La Eucaristía es así, al mismo tiempo, fuente del sagrado celibato y "prueba de examen" de la fidelidad al mismo, banco concreto de prueba del ofrecimiento real de sí mismos al Señor.
4. Pablo VI y la Sacerdotalis caelibatus
Publicada el 24 de junio de 1967, la Sacerdotalis caelibatus es la última Encíclica enteramente dedicada por un Pontífice al tema del celibato. En el clima del inmediato post-Concilio, recibiendo enteramente la doctrina conciliar, Pablo VI sintió la necesidad, con un acto magisterial autorizado, la perenne validez del celibato eclesiástico, el cual, quizás de forma más vehemente que hoy, era contestado a través de verdaderos y auténticos intentos de deslegitimación tanto histórico-bíblica como teológico-pastoral.
Como es bien sabido, la Presbyterorum Ordinis distingue entre celibato en sí y ley del celibato en el número 16, donde afirma: “La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal.... Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado”. Esta distinción está presente tanto en el capítulo tercero de la Encíclica de Pío XI Ad catholici Sacerdotii, como en el n. 21 de la Encíclica de Pablo VI. Ambos documentos reducen siempre la ley del celibato a su verdadero origen, que fue dado por los Apóstoles, y a través de ellos, por el mismo Cristo.
El Siervo de Dios Pablo VI, en el n. 14 de la Encíclica, afirma: “Pensarnos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la profana”. Como es evidente de inmediato, el Pontífice asume las razones culturales propias del Magisterio precedente y las integra con las teológico-espirituales y pastorales, mayormente subrayadas por el Concilio Ecuménico Vaticano II, poniendo en evidencia cómo el doble orden de razones no debe ser considerado nunca en antítesis, sino en relación recíproca y en síntesis fecunda.
El mismo planteamiento se encuentra en el n. 19 del Documento, que se dedica al deber del Sacerdote, como Ministro de Cristo y administrador de los Misterios de Dios, y tiene, en cierto modo, su culmen en el n. 21, que afirma: “Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de carne y de sangre”. La vacilación, por tanto, en la comprensión del valor inestimable del sagrado celibato y en su consiguiente valoración adecuada y, donde fuese necesario, fuerte defensa, podría ser entendida como inadecuada comprensión del alcance real del Ministerio ordenado en la Iglesia y de su insuperable relación ontológico-sacramental, y por tanto real, con Cristo sumo Sacerdote.
A estas imprescindibles referencias cultuales y cristológicas, la Encíclica hace seguir una clara referencia eclesiológica, también esencial para la adecuada comprensión del valor del celibato: “'Apresado por Cristo Jesús hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella, para hacer de ella una esposa gloriosa, santa e inmaculada. Efectivamente, la virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión, por la cual los hijos de Dios no son engendrados ni por la carne, ni por la sangre” (n. 26). ¿Cómo podría Cristo amar a Su Iglesia con un amor no virginal? ¿Cómo podría el Sacerdote, alter Christus, ser esposo de la Iglesia de modo no virginal?
Surge, por tanto, en la argumentación completa de la Encíclica, la profunda interconexión de todos los valores del sagrado celibato, el cual, da igual por dónde se le mire, parece cada vez más radical e íntimamente conectado con el Sacerdocio.
Siguiendo con la argumentación de las razones eclesiológicas en apoyo del celibato, la Encíclica, en los nn. 29, 30 y 31, pone en evidencia la relación insuperable entre celibato y Misterio Eucarístico, afirmando que, con el celibato, “el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto. […] muriendo cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su reino, hallar la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como él y en él ama y se da a todos los hijos de Dios”.
El último gran conjunto de razones, que se presentan en apoyo del sagrado celibato, se refiere a su significado escatológico. En el reconocimiento de que el Reino de Dios no es de este mundo (cf. Jn 18,30), que en la Resurrección no se tomará mujer ni marido (cf. Mt 22,30), y que “el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos constituye […] un signo particular de los bienes celestiales (cf. 1Cor 7,29-31)”, se indica también el celibato como “un testimonio de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta última de su peregrinación terrenal y un estímulo para todos a alzar la mirada a las cosas que están allá arriba” (n. 34).
Quien es puesto como autoridad para guiar a los hermanos al reconocimiento de Cristo, a la acogida de las verdades reveladas, a una conducta de vida cada vez más irreprensible y, en una palabra, a la santidad, encuentra así, en el sagrado celibato, profecía convenientísima y extraordinariamente fuerte, capaz de conferir singular autoridad al propio Ministerio y fecundidad, tanto ejemplar como apostólica, al propio obrar.
Con extraordinaria actualidad, la Encíclica responde también a esas objeciones que verían, en el celibato, una mortificación de la humanidad, privada de este modo de uno de los aspectos más bellos de la vida. En el n. 56, se afirma: “En el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más puro manantial, ejercitada a imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es exigente y concreta, ensancha hasta el infinito el horizonte del sacerdote, hace más profundo amplio su sentido de responsabilidad -índice de personalidad madura- educa en él, como expresión de una más alta y vasta paternidad, una plenitud y delicadeza de sentimientos, que lo enriquecen en medida superabundante”. En una palabra: “El celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección” (n. 55).
En 1967, año de publicación de la Encíclica Sacerdotalis caelibatus, el Siervo de Dios Pablo VI puso uno de los actos de Magisterio más valientes y ejemplarmente clarificadores de todo su Pontificado. Una Encíclica que debería ser atentamente estudiada por todo candidato al Sacerdocio, desde el principio del propio itinerario, pero ciertamente antes de afrontar la petición de admisión a la ordenación diaconal, retomada periódicamente en la formación permanente y hecha objeto no sólo de atento estudio bíblico, histórico, teológico, espiritual y pastoral, sino también de profunda meditación personal.
5. Juan Pablo II y la Pastores dabo vobis
Desde el inicio de su Pontificado, el Siervo de Dios Juan Pablo II reservó gran atención al tema del celibato, reafirmando su perenne validez y poniendo en evidencia su vínculo vital con el Misterio Eucarístico. El 9 de noviembre de 1978, pocas semanas después de su elección al solio pontificio, en el primer discurso al Clero de Roma, afirmaba: “El Concilio Vaticano II nos ha recordado esta espléndida verdad sobre el “sacerdocio universal” de todo el Pueblo de Dios, que deriva de la participación en el único Sacerdocio de Jesucristo. Nuestro Sacerdocio “ministerial”, arraigado en el Sacramento del Orden, se diferencia esencialmente del sacerdocio universal de los fieles. […] Nuestro Sacerdocio debe ser límpido y expresivo, […], estrechamente ligado celibato, […] por la limpidez y la expresividad “evangélica”, a la que se refieren las palabras de Nuestro Señor sobre el celibato “por el reino de los cielos” (cf. Mt 19,12)” (n. 3).
Ciertamente un punto de particular relevancia, en orden a todos los temas referidos al Sacerdocio y a la formación sacerdotal, ha sido la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, en la que el don del celibato está incluido en el vínculo entre Jesús y el Sacerdote y por primera vez se hace mención de la importancia también psicológica de ese vínculo, sin separarlo de la importancia ontológica. Leemos, de hecho, en el n. 72: “En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella 'vida según el Espíritu' y para aquel 'radicalismo evangélico' al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual”.
Vida según el Espíritu y radicalismo evangélico representan, por tanto, las dos líneas directrices irrenunciables, a lo largo de las cuales corre la permanente validez, documentada y motivada, del celibato sacerdotal. El hecho de que el Siervo de Dios Juan Pablo II reafirme inmediatamente su validez, proponga su lectura ontológico-sacramental, llegando hasta la acogida de las justas implicaciones psicológicas, que el carisma del celibato tiene en la delineación de una madura personalidad cristiana y sacerdotal, alienta y justifica la lectura de este tesoro eclesial insustituible en el marco de la más grande e ininterrumpida continuidad y, al mismo tiempo, de la profecía más audaz.
Podríamos, de hecho, afirmar que la puesta en discusión o la relativización del sagrado celibato constituyen actitudes reaccionarias respecto al soplo del Espíritu mientras que, al contrario, su valoración plena, su acogida adecuada, su testimonio luminoso e insuperable constituyen apertura y profecía. Verdadera profecía, también en el hoy de la Iglesia, incluso bajo el peso de los recientes dramas, que han ensuciado horriblemente sus blancas vestiduras, y con mayor evidencia aún ante las sociedades hiper erotizadas, en las que reina soberana la banalización de la sexualidad y de la corporeidad.
El celibato grita al mundo que Dios existe, que es Amor y que es posible, en cada época, vivir totalmente de Él y para Él. Y es del todo natural que la Iglesia elija a sus Sacerdotes entre aquellos que han acogido y madurado, a un nivel tan acabado, y por ello profético, la pro-existencia: ¡la existencia para Otro, para Cristo!
El Magisterio de Juan Pablo II, tan atento tanto a la revaloración de la familia como al papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, no tiene miedo de reafirmar la perenne validez del sagrado celibato. No son pocos los estudios que actualmente se llevan a cabo también sobre el tema interesante y lleno de enormes consecuencias de la corporeidad y de la “teología del cuerpo” en el Magisterio del Siervo de Dios.
Precisamente el Pontífice que, quizás más que los demás, en los tiempos recientes elaboró y vivió una gran teología del cuerpo, nos entrega un radical afecto al celibato y la superación de todo intento de reducción funcionalista, a través de las dimensiones ontológico-sacramentales y teológico-espirituales claramente establecidas.
Un ulterior elemento que surge, no tanto como novedad como precioso subrayado, en el Magisterio de Juan Pablo II (y ya presente en la Presbyterorum Ordinis), es el de la fraternidad sacerdotal. Ésta se interpreta no en sus reduccionismos psico-emotivos, sino en su raíz sacramental, tanto en relación con el Orden como en relación con el Presbiterio unido al propio obispo. La fraternidad sacerdotal es constitutiva del Ministerio ordenado, poniendo en evidencia su dimensión “de cuerpo”. Esta es el lugar natural de esas sanas relaciones fraternas, de ayuda concreta, tanto material como espiritual, y de compañía y apoyo en el camino común de santificación personal, precisamente a través del Ministerio a nosotros confiado.
Quisiera señalar por último al Catecismo de la Iglesia Católica, publicado durante el Pontificado de Juan Pablo II en 1992. Este es, como se ha subrayado en muchos lugares, el auténtico instrumento a nuestra disposición para la correcta hermenéutica de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II. Y debe convertirse, de forma cada vez más evidente, en punto de referencia imprescindible tanto de la catequesis como de toda la acción apostólica. En el Catecismo se reafirma, con autoridad, la validez perenne del celibato sacerdotal, cuando, en el n. 1579, se lee: “Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos" (Mt 19,12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus "cosas" (cf 1 Co 7,32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios”.
Todos los temas tocados hasta ahora por el Magisterio de los Pontífices, que hemos examinado, están como admirablemente condensados en la definición del Catecismo: de las razones cultuales a las de la imitatio Christi en el anuncio del Reino de Dios, de las derivadas del servicio apostólico a las eclesiológicas y las escatológicas. El hecho de que la realidad del celibato haya entrado en el Catecismo de la Iglesia dice cómo ésta está íntimamente relacionada con el corazón de la Fe cristiana y documenta ese anuncio radiante, del que habla el mismo texto.
6. Benedicto XVI y la Sacramentum Caritatis
El último Pontífice que examinamos es el felizmente reinante, Benedicto XVI, cuyo Magisterio inicial sobre el celibato sacerdotal no deja ninguna duda, sea sobre la perenne validez de la norma disciplinar, sea, sobre todo e incluso con anterioridad, sobre su fundación teológica y particularmente cristológico-eucarística.
En particular, el Santo Padre dedicó al tema del celibato un número entero de la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis. Leemos en él: “Los Padres sinodales han querido subrayar que el sacerdocio ministerial requiere, mediante la Ordenación, la plena configuración con Cristo. Respetando la praxis y las diferentes tradiciones orientales, es necesario reafirmar el sentido profundo del celibato sacerdotal, considerado con razón como una riqueza inestimable y confirmado por la praxis oriental de elegir como obispos sólo entre los que viven el celibato, y que tiene en gran estima la opción por el celibato que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo configura con Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el Reino de Dios. El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa una especial configuración con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II y con los Sumos Pontífices predecesores míos, reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en el celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo por tanto su carácter obligatorio para la tradición latina. El celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y entrega, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma” (n. 24).
Como es fácil observar, la Exhortación Apostólica multiplica las invitaciones para que el Sacerdote viva en el ofrecimiento de sí mismo, hasta el sacrificio de la cruz, para una dedicación total y exclusiva a Cristo. Particularmente relevante es el vínculo, que la Exhortación Apostólica reafirma, entre celibato y Eucaristía; si esta teología del Magisterio es recibida de modo auténtico y se aplica realmente en la Iglesia, el futuro del celibato será luminoso y fecundo, porque será un futuro de libertad y de santidad sacerdotal. Podríamos hablar así no sólo de “naturaleza esponsal” del celibato, sino de su “naturaleza eucarística”, que deriva del ofrecimiento que Cristo hace de Sí mismo perennemente a la Iglesia, y que se refleja de modo evidente en la vida de los sacerdotes. Estos son llamados a reproducir, en sus existencias, el Sacrificio de Cristo, a quien son asimilados en razón de la Ordenación sacerdotal.
De la naturaleza eucarística del celibato derivan todas sus posibles implicaciones teológicas, que ponen al Sacerdote frente a su propio oficio fundamental: la celebración de la Santa Misa, en la que las palabras “Este es Mi Cuerpo” y “Esta es Mi Sangre” no determinan solamente el efecto sacramental que les es propio, sino que, progresiva y realmente, deben modelar la oblación de la propia vida sacerdotal.
El Sacerdote célibe es así asociado personal y públicamente a Jesucristo; Lo hace realmente Presente, convirtiéndose él mismo en víctima, en la que Benedicto XVI llama “la lógica eucarística de la existencia cristiana”.
Cuanto más se recupere, en la vida de la Iglesia, la centralidad de la Eucaristía, dignamente celebrada y constantemente adorada, tanto más grande será la fidelidad al celibato, la comprensión de su inestimable valor y, si se me permite, el florecimiento de santas vocaciones al Ministerio ordenado.
En su discurso con ocasión de la Audiencia a la Curia Romana para la felicitación de Navidad, el 22 de diciembre de 2006, Benedicto XVI afirmaba de nuevo: “El verdadero fundamento del celibato puede ser recogido solamente en la frase: 'Dominus pars mea – Tu, Señor, eres mi tierra'. Puede ser sólo teocéntrico. No puede significar quedarse privados del amor, sino que debe significar dejarse llevar por la pasión por Dios, y aprender después, gracias a una mayor intimidad con Él, a servir también a los hombres. El celibato debe ser un testimonio de Fe: la Fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que sólo a partir de Dios tiene un sentido. Apoyar la vida en Él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa que yo acojo y experimento a Dios como realidad y que por ello puedo llevarlo a los hombres”.
Sólo la experiencia de la “herencia”, que el Señor es para cada existencia sacerdotal, hace eficaz ese testimonio de Fe que es el celibato. Como el mismo Santo Padre reafirmó en el discurso a los participantes en la Plenaria de la Congregación para el Clero, el 16 de marzo de 2009, éste es : “Apostolica vivendi forma […], participación en una 'vida nueva' espiritualmente entendida, en ese nuevo “estilo de vida” que fue inaugurado por el Señor Jesús y que fue hecho propio por los Apóstoles”.
El Año Sacerdotal recientemente concluido ha visto varias intervenciones del Santo Padre sobre el tema del Sacerdocio, en particular en las catequesis de los miércoles, dedicadas a los tria munera, y en las tenidas con ocasión de la inauguración y de la clausura del Año Sacerdotal y de las celebraciones ligadas a san Juan Maria Vianney. Particularmente relevante fue el diálogo del Santo Padre con los sacerdotes, durante la gran Vigilia de clausura del Año Sacerdotal, cuando, interrogado sobre el significado del celibato y sobre las dificultades que se encuentran para vivirlo en la cultura contemporánea, respondió, partiendo de la centralidad de la Celebración Eucarística cotidiana en la vida del Sacerdote, que, actuando in Persona Christi, habla en el “Yo” de Cristo, convirtiéndose en realización de la permanencia en el tiempo de la unicidad de Su Sacerdocio, añadiendo: “Esta unificación de Su 'Yo' con el nuestro implica que somos atraídos también a Su realidad de Resucitado, vamos hacia la vida plena de la Resurrección […]. En este sentido, en celibato es una anticipación. Trascendemos este tiempo y vamos adelante, y nos atraemos a nosotros mismos y a nuestra época hacia el mundo de la Resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la nueva y verdadera vida”. Queda así sancionada, por el Magisterio de Benedicto XVI, la relación íntima entre dimensión eucarística-fontal y dimensión escatológica anticipada y realizada del celibato sacerdotal. Superando de un solo golpe toda reducción funcionalista del Ministerio, el Santo Padre vuelve a colocarlo en su alto y amplio marco teológico, lo ilumina poniendo en evidencia su relación constitutiva, por tanto, con la Iglesia y revalora poderosamente toda la fuerza misionera que deriva precisamente de ese “más” hacia el Reino que el celibato realiza.
En esa misma circunstancia, con audacia profética, el Santo Padre afirmó: “Para el mundo agnóstico, el mundo en el que Dios no cuenta, el celibato es un gran escándalo, porque muestra precisamente que Dios es considerado y vivido como realidad. Con la vida escatológica del celibato, el mundo futuro de Dios entra en las realidades de nuestro tiempo”.
¿Cómo podría la Iglesia vivir sin el escándalo del celibato? ¿Sin hombres dispuestos a afirmar en el presente, también y sobre todo a través de su propia carne, la realidad de Dios? Estas afirmaciones han tenido cumplimiento y, en cierto modo, coronación en la extraordinaria homilía pronunciada como clausura del Año Sacerdotal –que me permito invitaros a releer– en la que el Papa rezó para que, como Iglesia, seamos liberados de los escándalos menores, para que aparezca el verdadero escándalo de la historia, que es Cristo Señor.
Conclusiones (en 7 puntos)
Al final de este recorrido, que nos ha visto poner en evidencia algunos de los pasajes más significativos del Magisterio pontificio sobre el celibato, desde Pío XI al Santo Padre Benedicto XVI, intentaremos trazar un balance conclusivo inicial, que pueda representar una primera plataforma de trabajo para la formación de los sacerdotes de cara a acoger y vivir plenamente este don del Señor.
1. Surge ante todo la radical continuidad entre el Magisterio que precedió al Concilio Ecuménico Vaticano II y el sucesivo al mismo. Aun con acentos a veces sensiblemente diferentes, más litúrgico-sacrales o más cristológico-pastorales, el Magisterio ininterrumpido de los Pontífices mencionados es concorde en fundar el celibato sobre la realidad teológica del Sacerdocio ministerial, sobre la configuración ontológico-sacramental a Cristo Señor, sobre la participación en Su único Sacerdocio y sobre la imitatio Christi que éste implica. Solo una hermenéutica incorrecta de los textos del Concilio podría llevar a ver en el celibato un residuo del pasado del que liberarse cuanto antes. Esta postura, además de errada histórica, doctrinal y teológicamente, es también muy dañina desde el punto de vista espiritual, pastoral, misionero y vocacional.
2. Hay que superar, a la luz del Magisterio pontificio examinado, la reducción, en algunos ambientes muy difundida, del celibato a una mera ley eclesiástica. Este es una ley solo porque es una exigencia intrínseca del Sacerdocio y de la configuración a Cristo que el Sacramento determina.
En este sentido la formación al celibato, además de cualquier otro aspecto humano y espiritual, debe incluir una sólida dimensión doctrinal, ¡ya que no se puede vivir aquello cuya razón no se entiende!
3. ·El “debate” sobre el celibato, que se ha vuelto a encender periódicamente durante los siglos, no favorece la serenidad de las jóvenes generaciones para comprender un dato tan determinante de la vida sacerdotal. Valga para todos cuanto se expresa de modo autorizado en la Pastores dabo vobis, que, en el n. 29, recogiendo íntegramente el voto de toda la Asamblea Sinodal, afirma: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios”.
4. ¡El celibato es cuestión de radicalismo evangélico! Pobreza, castidad y obediencia no son consejos reservados de modo exclusivo a los religiosos, son virtudes que vivir con intensa pasión misionera. ¡No podemos traicionar a nuestros jóvenes! ¡No podemos bajar el nivel de la formación y, de hecho, de la propuesta de fe! ¡No podemos traicionar al pueblo santo de Dios, que espera pastores santos, como el Cura de Ars! ¡Debemos ser radicales en la sequela Christi! Y no temamos el descenso del número de clérigos. ¡El número disminuye cuando baja la temperatura de la fe, porque las vocaciones son “asunto” divino y no humano, y siguen la lógica divina que es necedad humana! ¡Hace falta fe!
5. En un mundo gravemente secularizado es cada vez más difícil comprender las razones del celibato. Con todo, debemos tener el valor, como Iglesia, de preguntarnos si pretendemos resignarnos a semejante situación, aceptando como hecho ineluctable la progresiva secularización de las sociedades y de las culturas, o si estamos dispuestos a una obra de profunda y real nueva evangelización, al servicio del Evangelio, y por ello, de la verdad del hombre.
Considero, en este sentido, que el motivado apoyo al celibato y su adecuada valoración en la vida de la Iglesia y del mundo, pueden representar algunas de las vías más eficaces para superar la secularización. ¿Qué pretendería, si no, el Santo Padre Benedicto XVI, cuando afirma que el celibato “muestra precisamente que Dios es considerado y vivido como realidad”?
6. La raíz teológica del celibato debe buscarse en la nueva identidad que es dada a aquel que está investido del Orden sacerdotal. La centralidad de la misión ontológico-sacramental y la consiguiente dimensión eucarística estructural del Sacerdocio representan los ámbitos de comprensión natural, desarrollo y fidelidad existencial al celibato. La cuestión esencial, entonces, no hay que referirla tanto al debate sobre el celibato, como a la calidad de la fe de nuestras comunidades. Una comunidad que no tuviese en gran estima el celibato, ¿qué esperanza del Reino o qué tensión eucarística podría vivir?
7. Vuestro Coloquio tiene como subtítulo: “Fundamentos, alegrías, desafíos”. Estoy persuadido de que los dos primeros, el conocimiento de los fundamentos y la experiencia gozosa de un celibato plenamente vivido y, por tanto, profundamente humanizador, permiten no sólo responder a todos los retos que el mundo, desde siempre, plantea al celibato, sino también transformar el celibato en un desafío para el mundo. Como señalaba en el primer punto de estas conclusiones, no debemos dejarnos condicionar o intimidar por un mundo sin Dios, que no comprende el celibato y quisiera eliminarlo, sino al contrario, ¡debemos recuperar la conciencia motivada de que nuestro celibato desafía al mundo, poniendo en profunda crisis su secularismo y su agnosticismo, y gritando, a través de los siglos, que Dios existe y que está Presente!
El cardenal Mauro Piacenza es el prefecto de la Congregación para el Clero