Dios llama a muchos jóvenes o adultos a la vida sacerdotal. Lo hace de un modo discreto, respetuoso, como al joven rico del Evangelio. No impone, no obliga. Cada uno de los que han sido elegidos saben que pueden decir “sí” o “no”.
Tras acoger la llamada, muchos jóvenes dedican cinco o más años de preparación en el seminario antes de su ordenación, para comprobar verdaderamente que Dios les llama, para estar en condiciones de dar un “sí” definitivo, maduro y responsable.
El día de la ordenación diaconal, necesaria antes de llegar al sacerdocio, se emiten las promesas, y, entre ellas, en el rito latino, la promesa del celibato: ser fieles a Dios y a la Iglesia hasta la muerte. Ser fieles porque el sacerdote ama a Dios y a los demás, sin límites de clases sociales, de tiempos, de lugares.
Desde luego, el celibato, la renuncia al matrimonio, no es algo fácil. Casi todos los hombres tenemos en el corazón ese deseo de formar una familia, de vivir con una esposa, de acariciar los cabellos de los hijos. Entonces, ¿por qué la Iglesia pide a los sacerdotes de rito latino que hagan la promesa del celibato?
Es importante recordar que el celibato en su raíz es un carisma, y como ley no viene directamente de Cristo, sino de la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia, basándose en el ejemplo del mismo Cristo, que para cumplir su misión eligió para sí mismo el celibato, ha vivido durante siglos este carisma. Si no se descubre que el celibato nace directamente del ejemplo de Cristo, es imposible comprenderlo, como será imposible comprender el que un ingeniero, un arquitecto, un profesionista, un día dejen todo para servir a los pobres y a los marginados...
En la reciente exhortación post-sinodal “Sacramentum caritatis” (El sacramento de la caridad) el Papa Benedicto XVI ha subrayado de nuevo cómo el celibato arranca desde Cristo. “El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa una especial configuración con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo” (n. 24).
¿Y qué ocurre cuando un sacerdote, o incluso un obispo, no es capaz de ser fiel a sus promesas? Pues ocurre lo mismo que cuando un matrimonio fracasa: todos sentimos un profundo dolor. Si los hijos sufren cuando sus padres se divorcian, también muchos cristianos sienten el dolor de ver que su párroco un día les deja, que se va con una joven o una señora. Es un dolor profundo, pero que debe estar acompañado de respeto. Es un dolor realista: puede pasar, ha pasado, y, seguramente, volverá a pasar.
En temas como este es necesario darnos cuenta de que tocamos una realidad que quizá no comprendemos del todo. La vocación sacerdotal es un misterio que arranca de Dios. Si no llegamos a tener una idea correcta sobre quién es Dios, o si pensamos que el ser humano es como una marioneta que hoy dice “sí” y mañana dice “no”, con la facilidad con la que uno cambia de zapatos, el celibato será una “cuestión discutida” públicamente, pero en un contexto que no es capaz de llegar a lo más profundo del problema.
La pregunta fundamental no es: ¿no deberían casarse los sacerdotes?, sino que es: ¿Cristo era Dios o no? Si Cristo era Dios, y si fundó la Iglesia, y si por medio del Papa y de los obispos ha pedido a los sacerdotes de rito latino que vivan la promesa del celibato, la respuesta no puede ser otra que la de respetar este misterio y apoyar, con la oración, a nuestros sacerdotes, es decir, a quienes quieren amar con un sí total al Dios que les ha amado de un modo muy particular.
En cierto sentido, la fidelidad a Dios de los sacerdotes es un apoyo fundamental a la fidelidad que los esposos cristianos se han prometido por amor, y que sólo podrán vivir si se aman en profundidad, como el sacerdote busca ser fiel a sus promesas porque ama a Dios y se deja amar por Dios.
El celibato, por lo tanto, no es “un problema”. Cristo, hoy como siempre, invita a muchos llamados al sacerdocio a aceptarlo por amor. La fidelidad será posible con Él. Y la alegría de quien sabe amar y ser coherente en el amor es algo que hoy necesitamos quizá con más urgencia que nunca.