Manuel Barberá, sacerdote de 79 años, tiene una vida de película. Militó en el Partido Comunista, se exilió en Méjico, donde fundó una familia, y al regresar a España se convirtió; al morir su esposa, entró en el Seminario. Hoy da testimonio de cómo cuando conoció a Jesucristo cambió su vida. Ésta es su historia:
Don Manuel, ¿cómo se hizo comunista?
Yo procedo de una familia de izquierdas. Antes de cumplir los 14 años, yo ya pertenecía al Partido Comunista. Como era muy joven, me utilizaban para comunicar mensajes entre los distintos grupos (todo en la cabeza, nada por escrito). Se servían de los más jóvenes para ir dando las noticias, sobre todo de reuniones, porque nunca íbamos al mismo sitio. Sólo hablábamos con una persona, con el fin de que, si nos cogían, no pudiéramos dar mucha información. Un día, los camaradas del Partido Comunista me avisaron de que me habían localizado. El problema no era sólo que era marxista, sino que además yo me había negado a hacer el servicio militar; me había convertido en un prófugo. Intenté salir de España por la frontera de Portugal. Me dieron una fotografía rota a la que le faltaba la otra mitad, y me mandaron a un pueblo de Salamanca cerca de la frontera, sin maleta ni nada, para no levantar sospechas. Al cabo de los años, me di cuenta de que ahí el Señor empezó a llamarme, porque mi sorpresa fue que la casa a la que debía ir -y en la que me enseñaron la otra mitad de la fotografía- era la del cura. Estuve con él ocho días, haciéndome pasar por su sobrino. Fue el tiempo que él necesitó para ponerme en contacto con unos contrabandistas; una noche, me prepararon una mochila con contrabando, con el propósito de que, si me cogían, fuese por contrabando, no por cuestiones políticas.
Y así pasó a Portugal...
Así es. Me acogió un comité de exiliados políticos y me llevaron a un pueblo cerca de Lisboa, en el que estuve retenido seis meses. Yo quería ir a Rusia, pero no me arreglaron los papeles más que para Estados Unidos. Al llegar allí, me asusté. Me decía: Yo, ¿aquí?, ¿en el país del capitalismo? Yo aquí no puedo vivir. Entonces pude irme de nuevo, esta vez a Méjico, donde estaba exiliado el Gobierno de la República. Allí estuve, por fin, quince años. A los cinco, me casé por poderes con mi novia, que se había quedado en España, y pude traerla para Méjico. Luego nacieron mis dos hijos, Manuel y Teresa. En el año 60, Franco dio la amnistía a todos los exiliados políticos que llevaran fuera de España mínimo cinco años y que no tuvieran delitos de sangre. Yo ahora me doy cuenta de que el Señor nunca levantó las manos de mi cabeza, porque no tuve este tipo de delitos, aunque no porque no lo hubiese deseado.
¿Y cómo entró en la Iglesia?
Mi esposa también era de izquierdas. A la muerte de su madre, ya aquí en España, entró en una crisis espantosa. Un íntimo amigo de mi hijo le propuso hacer las catequesis del Camino Neocatecumenal, y estuvo machacando con eso a mi mujer y a mis hijos, pero a mí nunca me decía nada. Yo le decía a mi mujer: «Que conmigo no se meta con eso de la Iglesia, porque se puede llevar un buen susto». En fin, que mi mujer accedió a ir un par de veces para agradecer a este amigo su interés, para luego dejarlo diciendo que no le gustaban. Yo me asusté; pensaba: Me la van a coger cuatro o cinco curas y monjas, y me la van a volver una beata. Así que decidí acompañarla, con la excusa de que las charlas acababan tarde. Ése era el plan, pero al cabo de tres días, cuando ella dijo: «Ya no venimos más», yo le contesté: «Yo sí voy a seguir viniendo. Tengo que averiguar por qué este hatajo de idiotas se cree lo que dice». Poco a poco, fuimos entrando en la Iglesia. Yo siempre había concebido a Jesucristo como un líder de izquierdas para los pobres, no como el Hijo de Dios, y siempre había pensado que Dios era un justiciero, pero empecé a conocerle y a saber que Dios me quería tal como era. Si era pecador, me quería; si era comunista, me quería. Comprendí que no se trataba de cambiar las estructuras, como decía el marxismo, sino que la solución del mundo es cambiar el corazón del hombre, cambiar nuestro corazón de piedra y de egoísmo por un corazón de carne. Es lo que la Iglesia ha hecho conmigo. Tuve mucha oposición; mi propio hijo me dijo que le había defraudado: «Todo lo que me has enseñado en la vida, me lo has tirado por el suelo».
Y al cabo de un tiempo se hizo sacerdote...
En el año 1984, mi mujer murió de un cáncer de páncreas. Habíamos estado a punto de irnos como familia en misión, pero al final no pudimos ir porque no había ningún cura que nos pudiese acompañar. Yo entré en una lucha tremenda con Dios: ¿Dónde está tu amor? Ahora que estábamos en la Iglesia y nos queríamos ir de misión, vas y te la llevas. Cuando murió, sentí que me arrancaban parte de mi ser. Después de mucho tiempo de sufrimiento, entendí: Se ha ido para que yo pueda ser presbítero, y pueda acompañar a alguna familia en misión, como nosotros no pudimos hacer. Y así fue, hasta hoy. Hoy mis hijos y mis nietos están en la Iglesia, ¡y hasta tengo tres biznietas!
Fuente: Revista "Alfa y Omega", Madrid, 25 de octubre de 2007
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