Professio fidei et iusiurandum fidelitatis in suscipiendo officio nomine Ecclesiae exercendo
Sumario
I. Profesión de fe
II. Juramento de fidelidad al asumir un oficio que se ha de ejercer en nombre de la Iglesia
Nota doctrinal ilustrativa de la formula conclusiva de la «Professio fidei»
Notas
Los fieles llamados a ejercer un oficio en nombre de la Iglesia están obligados a emitir la «Profesión de fe», según la fórmula aprobada por la Sede apostólica (cf. canon 833). Además, la obligación de un especial «Juramento de fidelidad» respecto a los deberes particulares inherentes al oficio que se va a asumir, y que hasta ahora estaba prescrito sólo para los obispos, se ha extendido a las personas enumeradas en el canon 833, números 5-8. Por eso, ha sido necesario preparar textos adecuados para ello, poniéndolos al día con estilo y contenido más en sintonía con la enseñanza del concilio Vaticano II y de los documentos posteriores.
Como fórmula para la «Professio fidei» se propone de nuevo íntegramente la primera parte del texto anterior, en vigor desde 1967, que contiene el Símbolo niceno-constantinopolitano (1). La segunda parte ha sido modificada, subdividiéndola en tres párrafos, con el fin de distinguir el tipo de verdad y el correspondiente asentimiento requerido.
La fórmula del «Iusiurandum fidelitatis in suscipiendo officio nomine Ecclesiae exercendo», considerada como complemento de la «Professio fidei», se ha establecido para los fieles enumerados en el canon 833, números 5-8. Se trata de un texto nuevo; en él se ofrecen algunas variantes en los párrafos 4 y 5 para su uso por parte de los superiores mayores de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica (cf. canon 833, n. 8).
Los textos de las nuevas fórmulas de la «Professio fidei» y del «Iusiurandum fidelitatis» entraron en vigor el 1 de marzo de 1989.
I. Profesión de fe
Puede descargar la profesión de fe y el juramento de fidelidad en una hoja en pdf:
Fórmula a utilizar en los casos en que el derecho prescribe la profesión de fe
Yo, N., creo con fe firme y profeso todas y cada una de las cosas contenidas en el Símbolo de la fe, a saber:
Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.
Creo, también, con fe firme, todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición, y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal.
Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres, propuestas por la Iglesia de modo definitivo.
Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimiento, a las doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo.
II. Juramento de fidelidad al asumir un oficio que se ha de ejercer en nombre de la Iglesia
Puede descargar la profesión de fe y el juramento de fidelidad en una hoja en pdf:
Fórmula que deben utilizar los fieles cristianos a los que se refiere el canon 833, 5-8
Yo, N., al asumir el oficio..., prometo mantenerme siempre en comunión con la Iglesia católica, tanto en lo que exprese de palabra como en mi manera de obrar.
Cumpliré con gran diligencia y fidelidad las obligaciones a las que estoy comprometido con la Iglesia tanto universal como particular, en la que he sido llamado a ejercer mi servicio, según lo establecido por el derecho.
En el ejercicio del ministerio que me ha sido confiado en nombre de la Iglesia, conservaré íntegro el depósito de la fe y lo transmitiré y explicaré fielmente; evitando, por tanto, cualquier doctrina que le sea contraria.
Seguiré y promoveré la disciplina común a toda la Iglesia, y observaré todas las leyes eclesiásticas, ante todo aquellas contenidas en el Código de derecho canónico.
Con obediencia cristiana acataré lo que enseñen los sagrados pastores, como doctores y maestros auténticos de la fe, y lo que establezcan como guías de la Iglesia y ayudaré fielmente a los obispos diocesanos para que la acción apostólica que he de ejercer en nombre y por mandato de la Iglesia, se realice siempre en comunión con ella.
Que así Dios me ayude y estos santos evangelios que toco con mis manos.
(Variaciones a los párrafos cuarto y quinto de la fórmula de juramento, que han de utilizar los fieles cristianos a los que se refiere el canon 833, n. 8)
Promoveré la disciplina común a toda la Iglesia y urgiré la observancia de todas las leyes eclesiásticas, ante todo aquellas contenidas en el Código de derecho canónico.
Con obediencia cristiana acataré lo que enseñen los sagrados pastores, como doctores y maestros auténticos de la fe, y lo que establezcan como guías de la Iglesia, y ayudaré fielmente a los obispos diocesanos para que la acción apostólica que he de ejercer en nombre y por mandato de la Iglesia, quedando a salvo la índole y el fin de mi instituto, se realice siempre en comunión con la misma Iglesia.
Nota doctrinal ilustrativa de la formula conclusiva de la «Professio fidei»
1. Desde sus inicios la Iglesia ha profesado la fe en el Señor crucificado y resucitado, recogiendo en algunas fórmulas los contenidos fundamentales de su credo. El acontecimiento central de la muerte y resurrección del Señor Jesús, expresado primero con fórmulas simples y después con otras más completas1, ha permitido dar vida a la proclamación ininterrumpida de la fe, por medio de la cual la Iglesia ha transmitido tanto lo que había recibido «por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo», como lo que «había aprendido por la inspiración del Espíritu Santo» (2).
El Nuevo Testamento es testimonio privilegiado de la primera profesión de fe proclamada por los discípulos inmediatamente después de los acontecimientos de la Pascua: «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce» (3).
2. En el curso de los siglos, de este núcleo inmutable que da testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios y el Señor, se han desarrollado otros símbolos que atestiguan la unidad de la fe y la comunión de las Iglesias. En esos símbolos se recogen las verdades fundamentales que cada creyente debe conocer y profesar. Por eso, antes de recibir el bautismo, el catecúmeno debe emitir su profesión de fe. También los padres reunidos en los concilios, para satisfacer las diversas exigencias históricas que requerían una presentación más completa de la verdad de fe o para defender la ortodoxia de esta misma fe, han formulado nuevos símbolos que ocupan, hasta nuestros días, un «lugar muy particular en la vida de la Iglesia» (4). La diversidad de estos símbolos expresa la riqueza de la única fe y ninguno de ellos puede ser superado ni anulado por la formulación de una profesión de fe sucesiva que corresponda a situaciones históricas nuevas.
3. La promesa de Cristo de enviar el Espíritu Santo, para «guiar hasta la verdad plena» (5), sostiene a la Iglesia permanentemente en su camino. Por eso, en el curso de su historia algunas verdades han sido definidas con la asistencia del Espíritu Santo y como etapas visibles del cumplimiento de la promesa inicial del Señor. Otras verdades deben ser más profundizadas, antes de llegar a la plena posesión de lo que Dios, en su misterio de amor, ha deseado revelar al hombre para su salvación (6). También recientemente la Iglesia, en su solicitud pastoral, ha estimado oportuno expresar de manera más explícita la fe de siempre. A algunos fieles llamados a asumir en la comunidad oficios particulares en nombre de la Iglesia, se les ha impuesto la obligación de emitir públicamente la profesión de fe según la fórmula aprobada por la Sede apostólica (7).
4. Esta nueva fórmula de la Professio fidei, la cual propone una vez más el Símbolo niceno-constantinopolitano, se concluye con la adición de tres proposiciones o apartados, que tienen como finalidad distinguir mejor el orden de las verdades que abraza el creyente. Estos apartados han de ser explicados coherentemente, para que el significado ordinario que les ha dado el Magisterio de la Iglesia sea bien entendido, recibido e íntegramente conservado.
En la acepción actual del término «Iglesia» han llegado a condensarse contenidos diversos que, no obstante su verdad y coherencia, necesitan ser precisados en el momento de hacer referencia a las funciones específicas y propias de los sujetos que operan en la Iglesia. En este sentido, queda claro que sobre las cuestiones de fe o de moral el único sujeto hábil para desempeñar el oficio de enseñar con autoridad vinculante para los fieles es el Sumo Pontífice y el Colegio de los obispos en comunión con el Papa (8). Los obispos, en efecto, son «maestros auténticos» de la fe, «es decir herederos de la autoridad de Cristo» (9), ya que por divina institución son sucesores de los Apóstoles "en el magisterio y en el gobierno pastoral": ellos ejercitan, junto con el Romano Pontífice, la suprema autoridad y plena potestad sobre toda la Iglesia, si bien esta potestad no pueda ser ejercida sin el acuerdo con el Romano Pontífice (10).
5. Con la fórmula del primer apartado: «Creo, también con fe firme, todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición, y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal», se quiere afirmar que el objeto enseñado está constituido por todas aquellas doctrinas de fe divina y católica que la Iglesia propone como formalmente reveladas y, como tales, irreformables (11). Esas doctrinas están contenidas en la palabra de Dios escrita o transmitida y son definidas como verdades divinamente reveladas por medio de un juicio solemne del Romano Pontífice cuando éste habla «ex cathedra», o por el Colegio de los obispos reunido en concilio, o bien son propuestas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal. Estas doctrinas requieren el asenso de fe teologal por parte de todos los fieles. Por esta razón quien obstinadamente las pusiera en duda o las negara, caería en herejía, como lo indican los respectivos cánones de los Códigos canónicos (12).
6. La segunda proposición de la Professio fidei afirma: "Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres, propuestas por la Iglesia de modo definitivo". El objeto de esta fórmula comprende todas aquellas doctrinas que conciernen al campo dogmático o moral (13), que son necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no hayan sido propuestas por el Magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas.
Estas doctrinas pueden ser definidas formalmente por el Romano Pontífice cuando habla «ex cathedra» o por el Colegio de los obispos reunido en concilio o también pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia como una «sententia definitive tenenda» (14). Todo creyente, por lo tanto, debe dar su asentimiento firme y definitivo a estas verdades, fundado sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia, y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio en estas materias (15). Quien las negara, asumiría la posición de rechazo de la verdad de la doctrina católica (16) y por tanto no estaría en plena comunión con la lglesia católica.
7. Las verdades relativas a este segundo apartado pueden ser de naturaleza diversa y revisten, por lo tanto, un carácter diferente debido al modo en que se relacionan con la revelación. Existen, en efecto, verdades que están necesariamente conectadas con la revelación mediante una relación histórica; mientras que otras verdades evidencian una conexión lógica, la cual expresa una etapa en la maduración del conocimiento de la misma revelación, que la Iglesia está llamada a recorrer. El hecho de que estas doctrinas no sean propuestas como formalmente reveladas, en cuanto agregan al dato de fe elementos no revelados o no reconocidos todavía expresamente como tales, en nada afectan a su carácter definitivo, el cual debe sostenerse como necesario, al menos por su vinculación intrínseca con la verdad revelada. Además, no se puede excluir que en cierto momento del desarrollo dogmático, la inteligencia tanto de la realidad como de las palabras del depósito de la fe pueda progresar en la vida de la Iglesia y el Magisterio llegue a proclamar algunas de estas doctrinas también como dogmas de fe divina y católica.
8. En lo que se refiere a la naturaleza del asentimiento debido a las verdades propuestas por la Iglesia como divinamente reveladas (primer apartado) o de retenerse de modo definitivo (segundo apartado), es importante subrayar que no hay diferencia en lo que se refiere al carácter pleno e irrevocable del asentimiento debido a ellas respectivamente. La diferencia se refiere a la virtud sobrenatural de la fe: en el caso de las verdades del primer apartado el asentimiento se funda directamente sobre la fe en la autoridad de la palabra de Dios (doctrinas de fide credenda); en el caso de las verdades del segundo apartado, el asentimiento se funda sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio (doctrinas de fide tenenda).
9. De todos modos, el Magisterio de la Iglesia enseña una doctrina que ha de ser creída como divinamente revelada (primer apartado) o que ha de ser sostenida como definitiva (segundo apartado), por medio de un acto definitorio o no definitorio. En el caso de que lo haga a través de un acto definitorio, se define solemnemente una verdad por medio de un pronunciamiento «ex cathedra» por parte del Romano Pontífice o por medio de la intervención de un concilio ecuménico. En el caso de un acto no definitorio, se enseña infaliblemente una doctrina por medio del Magisterio ordinario y universal de los obispos esparcidos por el mundo en comunión con el Sucesor de Pedro. Tal doctrina puede ser confirmada o reafirmada por el Romano Pontífice, aun sin recurrir a una definición solemne, declarando explícitamente que la misma pertenece a la enseñanza del Magisterio ordinario y universal como verdad divinamente revelada (primer apartado) o como verdad de la doctrina católica (segundo apartado). En consecuencia, cuando sobre una doctrina no existe un juicio en la forma solemne de una definición, pero pertenece al patrimonio del depositum fidei y es enseñada por el Magisterio ordinario y universal -que incluye necesariamente el del Papa- esa doctrina debe ser entendida como propuesta infaliblemente (17). La confirmación o la reafirmación por parte del Romano Pontífice, en este caso, no se trata de un nuevo acto de dogmatización, sino del testimonio formal sobre una verdad ya poseída e infaliblemente transmitida por la Iglesia.
10. La tercera proposición de la Professio fidei afirma: «Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimiento, a las doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo».
A este apartado pertenecen todas aquellas enseñanzas -en materia de fe y moral- presentadas como verdaderas o al menos como seguras, aunque no hayan sido definidas por medio de un juicio solemne ni propuestas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal. Estas enseñanzas son expresión auténtica del Magisterio ordinario del Romano Pontífice o del Colegio episcopal y demandan, por tanto, el religioso asentimiento de voluntad y entendimiento (18). Estas ayudan a alcanzar una inteligencia más profunda de la revelación, o sirven ya sea para mostrar la conformidad de una enseñanza con las verdades de fe, ya sea para poner en guardia contra concesiones incompatibles con estas mismas verdades o contra opiniones peligrosas que pueden llevar al error (19).
La proposición contraria a tales doctrinas puede ser calificada respectivamente como errónea o, en el caso de las enseñanzas de orden prudencial, como temeraria o peligrosa y por tanto «tuto doceri non potest» (20).
11. Ejemplificaciones. Sin ninguna intención de ser exhaustivos, se pueden recordar con finalidad meramente indicativa, algunos ejemplos de doctrinas relativas a los tres apartados arriba expuestos.
A las verdades correspondientes al primer apartado pertenecen los artículos de la fe del Credo, y los diversos dogmas cristológicos (21) y marianos (22); la doctrina de la institución de los sacramentos por parte de Cristo y su eficacia en lo que respecta a la gracia (23); la doctrina de la presencia real y substancial de Cristo en la Eucaristía (24) y la naturaleza sacrificial de la celebración eucarística (25); la fundación de la Iglesia por voluntad de Cristo (26); la doctrina sobre el primado y la infalibilidad del Romano Pontífice (27); la doctrina sobre la existencia del pecado original (28); la doctrina sobre la inmortalidad del alma y sobre la retribución inmediata después de la muerte (29); la inerrancia de los textos sagrados inspirados (30); la doctrina acerca de la grave inmoralidad de la muerte directa y voluntaria de un ser humano inocente (31).
En lo que concierne a las verdades del segundo apartado, en referencia a las que están conectadas con la Revelación por necesidad lógica, se puede considerar, por ejemplo, el desarrollo del conocimiento de la doctrina sobre la definición de la infalibilidad del Romano Pontífice, antes de la definición dogmática del concilio Vaticano I. El primado del Sucesor de Pedro ha sido siempre creído como un dato revelado, aunque hasta el Vaticano I quedó abierta la discusión sobre si la elaboración conceptual que subyace en los términos «jurisdicción» e «infalibilidad» debía considerarse como parte intrínseca de la revelación o solamente consecuencia racional. Aunque su carácter de verdad divinamente revelada fue definido en el concilio Vaticano I, la doctrina sobre la infalibilidad y sobre el primado de jurisdicción del Romano Pontífice era reconocida como definitiva ya en la fase precedente al concilio. La historia muestra con claridad que cuanto fue asumido por la conciencia de la Iglesia, había sido considerado desde los inicios como una doctrina verdadera y, sucesivamente, sostenida como definitiva, aunque sólo en el paso final de la definición del Vaticano I fuera recibida como verdad divinamente revelada.
En lo que concierne a la reciente enseñanza de la doctrina sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres, se debe observar un proceso similar. La intención del Sumo Pontífice, sin querer llegar a una definición dogmática, ha sido la de reafirmar que tal doctrina debe ser tenida como definitiva (32), pues, fundada sobre la palabra de Dios escrita, constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (33). Nada impide que, como lo demuestra el ejemplo precedente, en el futuro la conciencia de la Iglesia pueda progresar hasta llegar a definir tal doctrina de forma que deba ser creída como divinamente revelada.
Se puede también llamar la atención sobre la doctrina de la ilicitud de la eutanasia, enseñada en la encíclica Evangelium vitae. Confirmando que la eutanasia es «una grave violación de la ley de Dios», el Papa declara que «tal doctrina está fundada sobre la ley natural y sobre la palabra de Dios escrita, que ha sido transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (34). Podría dar la impresión de que en la doctrina sobre la eutanasia hay un elemento puramente racional, ya que la Escritura parece no conocer el concepto. Sin embargo, emerge en este caso la mutua relación entre el orden de la fe y el orden de la razón: la Escritura en efecto, excluye con claridad toda forma de autodisposición sobre la existencia humana, lo cual es parte de la praxis y de la teoría de la eutanasia.
Otros ejemplos de doctrinas morales enseñadas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia son: la ilicitud de la prostitución (35) y la fornicación (36).
En referencia a las verdades conectadas con la revelación por necesidad histórica, que deben ser creídas de modo definitivo, pero que no pueden ser declaradas como divinamente reveladas, se pueden indicar, por ejemplo, la legitimidad de la elección del Sumo Pontífice o de la celebración de un concilio ecuménico, la canonización de los santos (hechos dogmáticos); la declaración de León XIII en la carta apostólica Apostolicae curae sobre la invalidez de las ordenaciones anglicanas (37), etc.
Como ejemplos de doctrinas pertenecientes al tercer apartado se pueden indicar en general las enseñanzas propuestas por el Magisterio auténtico y ordinario de modo no definitivo, que exigen un grado de adhesión diferenciado, según la mente y la voluntad manifestada, la cual se hace patente especialmente por la naturaleza de los documentos, o por la frecuente proposición de la misma doctrina, o por el tenor de las expresiones verbales (38).
12. Con los diversos símbolos de la fe, el creyente reconoce y atestigua que profesa la fe de toda la Iglesia. Por ese motivo sobre todo en los símbolos más antiguos, se expresa esta conciencia eclesial con la fórmula «Creemos». Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «"Creo" es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, sobre todo en el momento de su bautismo. "Creemos" es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en concilio o, más generalmente por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo": es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios con su misma fe y que nos enseña a decir: "Creo", "Creemos"» (39).
En cada profesión de fe, la Iglesia verifica las diferentes etapas que ha recorrido en su camino hacia el encuentro definitivo con el Señor. Ningún contenido ha sido superado con el pasar del tiempo; en cambio, todo se convierte en patrimonio insustituible por medio del cual la fe de siempre, de todos, vivida en todas partes, contempla la acción perenne del Espíritu de Cristo resucitado que acompaña y vivifica su Iglesia hasta conducirla a la plenitud de la verdad.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la doctrina de la fe, el 29 de junio de 1998, solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles.
Joseph cardenal Ratzinger - Prefecto
Tarcisio Bertone, s.d.b - Secretario
Notas
(1) Las fórmulas simples profesan, normalmente, la plenitud mesiánica de Jesús de Nazaret; cf. por ejemplo, Mc 8, 29; Mt 16, 16; Lc 9, 20; Jn 20, 31; Hch 9, 22. Las fórmulas complejas, además de la resurrección, confiesan los acontecimientos principales de la vida de Jesús y el significado salvífico de los mismos; cf. por ejemplo, Mc 12, 35-36; Hch 2, 23-24; 1 Co 15, 3-5; I Co 16, 22; Flp 2, 7.10-1l; Col 1, 15-20; I P 3, 19-22; Ap 22, 20. Además de las fórmulas de confesión de fe relativas a la historia de la salvación y a la vicisitud histórica de Jesús de Nazaret culminada con la Pascua, existen en el Nuevo Testamento profesiones de fe que conciernen al ser mismo de Jesús; cf. I Co 12, 3: «Jesús es el Señor». En Rm 10, 9, las dos formas de confesión se encuentran juntas.
(2) Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Dei Verbum, 7.
(3) I Co l5, 3-5.
(4) Catecismo de la Iglesia católica, n. 193.
(5) Jn 16,13.
(6) Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Dei Verbum, 11.
(7) Cf. Congregación para doctrina de la fe, Profesión de fe y juramento de fidelidad; Código de derecho canónico, c. 833.
(8) Cf. Concilio ecuménico vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 25.
(9) Ib.
(10) Cf. ib., 22.
(11) Cf. DS 3.074.
(12) Cf. Código de derecho canónico, c. 750 y c. 751;c. 1.364 § 1; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 598 § 1; c. 1.436 § 1.
(13) Cf. Pablo VI, carta encíclica Humanae vitae, 4: MS 60 (1968) 483; Juan Pablo II, carta encíclica Veritatis splendor, 36-37: AAS 85(1993) 1.162-1.163.
(14) Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 25.
(15) Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Dei Verbum, 8 y 10; Congregación para la doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae, 3.
(16) Cf. Juan Pablo II, motu proprio Ad tuendam fidem, 18 de mayo de 1998.
(17) Se tenga en consideración que la enseñanza infalible del Magisterio ordinario y universal no es propuesta sólo por medio de una declaración explícita de una doctrina que debe ser creída o sostenida definitivamente, sino que también se expresa frecuentemente mediante una doctrina implícitamente contenida en una praxis de la fe de la Iglesia, derivada de la revelación o de todas maneras necesaria para la salvación, y testimoniada por la Tradición ininterrumpida: esa enseñanza infalible resulta objetivamente propuesta por el entero cuerpo episcopal, entendido en sentido diacrónico, y no sólo necesariamente sincrónico. Además, la intención del Magisterio ordinario y universal de proponer una doctrina como definitiva no está generalmente ligada a formulaciones técnicas de particular solemnidad; es suficiente que eso sea claro en base al tenor de las palabras usadas y del contexto.
(18) Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 25; Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Donum veritatis, 23, sobre la vocación eclesial del teólogo, 23: AAS 82 (1990) 1.559-1.560.
(19) Cf. Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Donum veritatis, 23 y 24.
(20) Cf. Código de derecho canónico, c. 752; c. 1.371; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 599;c.1.436 § 2.
(21) Cf. DS 301-302.
(22) Cf. DS 2.803; 3.903
(23) Cf. DS 1.601; 1.606.
(24) Cf. DS 1.636.
(25) Cf. DS 1.740; 1.743.
(26) Cf. DS 3.050
(27) Cf. DS 3.059-3.075.
(28) Cf. DS 1.510-1.515
(29) Cf. DS 1.000-1.002.
(30) Cf. DS 3.293; Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Dei Verbum, 11.
(31) Cf. Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitae, 57: AAS 87 (1995) 465.
(32) Cf. Juan Pablo II, carta apost. Ordinatio sacerdotalis, 4: AAS 86 (1994) 548.
(33) Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Respuesta a la duda sobre la doctrina de la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis: AAS 87 (1995) 1.114.
(34) Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitae 65: AAS 87 (1995) 477.
(35) Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2.355.
(36) Cf. ib., n. 2.353
(37) Cf. DS 3.315-3.319.
(38) Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 25; Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Donum veritatis, 17, 23 Y 24: AAS 82 (1990) 1.557-1.558, 1.559-1.561.
(39) Catecismo de la Iglesia católica, n. 167.