Mensaje del Jueves Santo de 2011 del cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero, a todos los sacerdotes del mundo.
Es para mí un motivo de gran alegría dirigirme a los sacerdotes en el día del Jueves Santo. Día maravilloso, en el que, por el diseño imprescindible de la divina Providencia, nuestro Señor instituyó conjuntamente el Sacramento del Santo Sacerdocio y el de la Santísima Eucaristía. Esta institución conjunta postula su absoluta indisolubilidad: donde está el Sacerdocio católico, allí está la Eucaristía, y donde está la Eucaristía, celebrada y adorada, florecen las Vocaciones al Sacerdocio.
Eucaristía y Sacerdocio, después, unidos, generan la Iglesia, en la que y por la que, a su vez, son celebrados en esta misteriosa y radical reciprocidad, que convierte el Cuerpo -la Iglesia- inseparable de sus gestos, los Sacramentos.
Introduzcámonos en el Gran Misterio del Jueves Santo, poniendo el corazón en la escucha de aquel suave mandamiento del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Desde hace dos mil años, toda la Iglesia, y en ella particularmente los sacerdotes, acoge el mandato del Señor, reconociendo en él la descripción continua de la propia historia y sobre todo, de la identidad propia.
La Iglesia es el “haced esto en memoria de Él”, la Iglesia se identifica con la obediencia al mandato del Señor y con la celebración de la Eucaristía, que ella ve nacer en su seno y de la cual, sin embargo, depende totalmente.
La santidad y la centralidad del Misterio Eucarístico vuelven ahora más estridentes las palabras evangélicas en las que, en el mismo momento en el que Jesús realizaba la Última Cena con Sus discípulos, se habla de una traición; de la traición más grande de la historia: ¡la de Judas!, “más le valiese no haber nacido”.
La traición se consuma por un dramático error de valoración, en el que se manifiesta la total incomprensión, por parte del traidor, de la identidad y de la verdad del Señor: “¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?”. Esta pregunta se repite todavía hoy en toda traición al Señor, en todo gesto de los hombres, que cambian a Dios con lo que no es Dios; ¡en toda profanación, falta de respeto y banalización de la Santísima Eucaristía!: “¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?”.
Cada vez que la Eucaristía no es tomada en su justa consideración, que no se le da su lugar en la Iglesia, es decir el principal, cada vez que la adoración debida a la Eucaristía no se da, o que no son introducidos y educados los fieles, podemos ver cómo se pronuncian de nuevo, las palabras del traidor: “¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?”.
Si la traición es siempre un acto personal, del que responde personalmente quien lo realiza, nos deja consternados cuando leemos el Evangelio según san Mateo que narra cómo los Doce “profundamente entristecidos, se pusieron a preguntarle uno detrás de otro: '¿soy yo acaso, Señor?'”.
Frente a la profecía segura del Maestro: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”, ninguno de los Doce se siente seguro, pero -afirma el texto- “se pusieron a preguntarle uno detrás de otro”.
La verdadera fe no puede ser separada de la humildad auténtica y profunda. Cuanto más profunda es la humildad más consciente es de que cualquier atisbo de fidelidad a Dios nace de Su gracia y está alimentada, sostenida y nutrida, imprescindiblemente por la Santísima Eucaristía.
El discípulo, también el llamado a la tremenda y sublime responsabilidad del Sacerdocio, es decir de consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor y de absolver a los hermanos de sus pecados, se reconoce continuamente necesitado de la Misericordia del Señor y del apoyo imprescindible de Su gracia. El discípulo, por esto, está llamado a renovar continuamente el propio “sí”, a sentirse parte de este Cuerpo, la Iglesia, que desde hace dos mil años realiza los gesto de su Cabeza, Cristo y, en ellos y a través de ellos, ofrece a la humanidad la Salvación que Él ha ganado.
La oración por la santificación de los Sacerdotes es muy útil y necesaria en todas las épocas de la Iglesia, porque a ellos esta misteriosamente confiada la memoria y la presencia del Resucitado a través del Memorial del Santísimo Sacrificio de la Misa. La conciencia de esta altísima Vocación hace profundamente agradecido al Pueblo santo de Dios; agradecido por el don de los Sacerdotes, agradecido por el don de la Eucaristía, Presencia del Resucitado en medio de Su Pueblo, y agradecido por el don de las Vocaciones sacerdotales, por el “sí” libre y exultante de todos los que acogen la Llamada divina.
La profunda unidad entre memoria y presencia constituye el presupuesto teológico imprescindible de la adoración eucarística. Aunque parecen totalmente superadas las polémicas de las pasadas décadas que querían la prevalencia de la celebración sobre la adoración, sin embargo, hay todavía mucho por recorrer para dar el paso posterior, fundamental paso que nuestra fe y las circunstancias nos exige.
No es suficiente la recuperación de la adoración junto a la celebración de la Eucaristía -que también es una cosa apropiada y recomendable-, pero es necesario que para todos, sean sacerdotes, sean fieles laicos, la misma celebración Eucarística se convierta en adoración.
En el respeto de la distinción del momento de la celebración del de la adoración -que también a nivel litúrgico son regulados por diferentes textos-, parece evidente, como único modo para evitar que la adoración eucarística se reduzca a momentos de espiritualidad subjetiva, expuestos a las derivas sentimentales posibles, que la misma celebración Eucarística comunitaria, es decir de la Iglesia, se comprenda y se viva como culto de adoración a Dios.
Por lo demás, bien lo sabemos, la celebración Eucarística es el culto perfecto, porque en Ella, Cristo mismo alaba al Padre, y el Sacerdote, que actúa en la Persona de Cristo Cabeza, es atraído a este acto de alabanza teándrico, que abraza, en virtud de la communio sanctorum bautismal, a todo el pueblo de Dios.
Celebrar y adorar la Eucaristía no son dos modos distintos de vivir el “culto eucarístico”, pero deben, de un modo progresivo y auténtico, coincidir tendencialmente. ¡Se celebra la Eucaristía, adorándola, y se la adora celebrándola!
Alejando, de este modo, de la misma celebración o adoración, cada actitud que pueda ser sólo antropocéntrica: que pone el hombre al centro, en el lugar de Dios.
Tal precioso camino de unidad teológica y espiritualidad, entre celebración y adoración de la Santísima Eucaristía, exige la multiplicación, como florecimiento, en todo lugar, de verdaderos y propios “Cenáculos de Oración”, en los que son reeducados por Cristo mismo en la relación con Él y también en la escucha de Su palabra y de Su voluntad y sobre todo cuando esta no exige seguirlo en la radicalidad de la apostolica vivendi forma, en la forma de vivir de los Apóstoles.
Entramos así en el Tiempo más santo de todo el Año Litúrgico, agradeciendo a la Santa Madre Iglesia, que en su tierna y eficaz pedagogía, nos conduce todos los años a revivir los Misterios de nuestra fe. Misterios que, en toda celebración Eucarística, se renuevan, representados al Pueblo como una auténtica y única vía de Salvación. Sentémonos en la mesa con Jesús en el Jueves Santo y adoramos su Divina Presencia; subamos con Él al Calvario, uniéndonos a la perfección de Su ofrenda, imitando la disponibilidad al sacrificio vivido por Él: “Ofrecí mi espalda a los que golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían”, (Is 50,5), esperemos con la fe de María, en el silencio del Sábado Santo y, con María, exultemos, el Domingo en la alegría del Resucitado, ¡que ha derrotado para siempre a la muerte y al pecado!
Del mismo evento de la Resurrección, de la superación de los límites espacio-temporales del Verbo encarnado, depende la posibilidad misma de su Presencia real en la Eucaristía: El que está presente en la Santísima Eucaristía, celebrada y adorada, ¡es exactamente el Resucitado! No solo el Verbo encarnado, sino el Verbo encarnado y Resucitado.
Celebrando y adorando la Eucaristía, entonces, ¡nosotros celebramos y adoramos al Resucitado! Podemos decir, con los ojos de la fe, que vemos a Cristo Resucitado, y que Él nos atrae a Sí, hasta hacernos partícipes de la intimidad de su Vida divina trinitaria, a través de la Santa Comunión.
Imploremos a la Divina Misericordia que, en nuestra humilde vida, nada, nunca, por ninguna razón, pueda ser comparado con la grandeza y la sublimidad de la Eucaristía, y pedimos a la Beata Virgen María, que acogió en su Seno al Verbo hecho carne y que, como sugiere la tradición oriental fue la primera en ver a Cristo Resucitado, que nos sostenga y nos acompañe para que nuestra existencia terrena sea toda eucarística y cristificada; aún más, ¡cristificada porque es eucarística y eucarística porque es cristificada!