La cuestión planteada es algo más compleja de lo que pueda parecer a primera vista. Un primer motivo es porque la expresión “cirugía estética” no es unívoca. Descartando intervenciones que no tienen como objeto el aspecto físico –como pueden ser las de cambio de rasgos sexuales-, hay que distinguir entre intervenciones que podríamos denominar “de mejora” –mejorar la actual estética-, e intervenciones “de alteración”, que persiguen un aspecto no ya mejorado, sino distinto del original.
Dentro del primer grupo, encontramos intervenciones dirigidas a corregir deformaciones, sean innatas o sobrevenidas (por accidente o cualquier otra causa). Esto es algo que no presenta problemas morales. Corregir defectos es algo bueno. Los únicos reparos podrían venir de que en un momento dado la prudencia pide no gastar recursos que de momento no se tienen cuando hay otras prioridades, pero esto es algo accidental.
En segundo lugar están las intervenciones dirigidas a disimular o atenuar los efectos de la edad en la estética. En sí mismas no son algo malo, pero para valorar cada caso hay que acudir a la sensatez, sobre todo en momentos como éste en el que hay en el ambiente un auténtico culto al cuerpo, y no es raro que se sacrifique demasiado por conseguir el aspecto deseado o lo que nos aproxime a éste. El Catecismo de la Iglesia Católica advierte contra “una concepción neopagana que tiende a promover el culto al cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo” (n. 2289). Puede ser razonable que una señora acuda a un trasplante de pelo si de verdad se está quedando sin él, pues el efecto estético en este caso es serio y puede tener repercusiones en el trato con los demás. Si se trata en cambio de un señor, empieza a ser algo más dudoso, pues se trata de algo habitual en los varones a partir de cierta edad y un señor con una reluciente calva en el centro de su cabeza no se hace por ello desagradable, ni suele afectar a sus relaciones, ni siquiera le hace feo.
Hay aquí un trasfondo que conviene comprender. Es buena cosa querer mejorar lo presente, pero más importante aún es aceptar lo presente. Es bueno querer disimular el paso del tiempo, pero desde su aceptación, pues supone aceptar la condición humana, y para un cristiano es fundamental, pues como se lee en la Epístola a los Hebreos, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura” (13, 14). En ocasiones se encuentra una actitud, que incluso roza lo patológico o incide en ello, de rebelarse contra el avejentamiento humano, que, se disimule mejor o peor, es inevitable, y no se regatean medios para conseguir pararlo, con unos efectos bastante limitados. No es algo bueno, y lo pone de manifiesto la infelicidad que produce. Entender esto permite distinguir lo que es razonable de lo que no lo es.
Otras veces lo que sucede es que hay personas que “no se gustan”, aceptan mal su cuerpo. Esto es algo habitual en las adolescentes, pero la adolescencia no es una época en la que brille la madurez, y con el tiempo lo normal es aprender a aceptarse. No hacerlo, además de suponer no superar la inmadurez, puede ser fuente de trastornos, aparte de lo que supone de vanidad por un exceso de mirarse a uno mismo. De ahí que no suela ser muy sensato que una mujer reciba un implante de silicona para aumentar el volumen del pecho, más aun teniendo en cuenta los problemas y molestias que con frecuencia este tipo de intervenciones ha llevado consigo. Menos riguroso, a mi parecer, tendría que ser el juicio sobre el llamado lifting, que en ocasiones puede estar bien justificado, mientras que en otras resulta desproporcionado. Y, desde luego, nunca es buena idea recomendar intervenciones cuando el motivante es un trastorno de personalidad. En estos casos, a quien hay que hacer caso es al médico.
El otro grupo de intervenciones a que se ha hecho alusión es a las que buscan alteraciones. Aquí la cuestión se centra en el rostro; dicho vulgarmente, se trata sobre todo de operaciones para cambiar de cara. Hay que tener en cuenta que el rostro es, si cabe hablar así, lo más personal del cuerpo humano. Y, por tanto, querer cambiar el rostro –no mejorarlo, sino cambiarlo por otro- supone querer cambiar de personalidad o al menos ocultar la que se tiene. Harían falta razones justas y serias para justificar una cosa así. Lo cierto es que en la mayoría de los casos las razones no proceden precisamente de la justicia –se trata de delincuentes-, o tienen origen en una patología. Pero también es verdad que puede encontrarse alguna circunstancia en la que esté justificada una intervención de este tipo.