Intervención de Alfonso Carrasco Rouco en la Videoconferencia organizada por la Congregación para el Clero el 1 de julio de 2005.
“La formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está el sacerdote" (1). En efecto, la formación permanente es una llamada a vivir conscientemente la propia identidad personal, renovada por la vocación recibida del Señor. Es, por tanto, una reafirmación de la esperanza, de la riqueza de vida, de amor y de sentido, que fundamenta la propia vida y ha determinado la propia ordenación. Pero, al mismo tiempo es una invitación a la vigilancia, a responder con la propia libertad al don de Dios, a no dar por descontado el cumplimiento de la propia existencia y de la propia misión.
En este sentido, la formación permanente, vivida como expresión e instrumento para un mejor seguimiento de Cristo, está llamada a contribuir al crecimiento personal de cada uno hacia su madurez. Este camino hacia la plenitud de la propia humanidad es imprescindible para la vida del sacerdote y para su ministerio; pues, de alguna manera, es la expresión primera de la propia fe en Jesucristo, que “ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad" (2), libera del mal y acompaña la vida de quien lo sigue hacia su destino pleno. Si el sacerdote no pudiera reconocer en su existencia los frutos del don de Dios, se debilitaría la entrega personal y el cumplimiento de la propia misión. Del mismo modo, se desplegaría difícilmente en su ministerio la novedad humana que aporta el Evangelio; se empobrecería el testimonio vivido de la misericordia y de la salvación que anuncia, la capacidad de comprender y acoger los ruegos y las urgencias de los fieles, de iluminar y acompañar sus esperanzas y sus dificultades, sus dolores y sus alegrías.
Este crecimiento personal del sacerdote acontece, por supuesto, en la entrega cotidiana a la propia misión; no puede separarse del vivir la propia vocación, de la memoria del amor de Dios, de la relación personal y sacramental con Él, del anuncio del Evangelio, de su cercanía a la vida de sus fieles en todas las circunstancias, especialmente en las dolorosas. Pues sólo la realización en acto manifiesta la verdad profunda de la propia fe y de la propia vocación: que lo humano es verdaderamente comprendido, redimido y conducido a plenitud por obra y en el encuentro con el Señor Jesús.
Esta experiencia es esencial para el sacerdote, para su vida y su misión. Por ello, tiene gran importancia la reflexión, el esfuerzo de comprensión y de juicio inteligente sobre la propia experiencia pastoral, a lo que está llamada a servir también la formación permanente. Pues este crecimiento personal no es simplemente espontáneo, se paraliza si se separa de la propia experiencia de vida, pero se ralentiza también si esta experiencia no es acompañada por la inteligencia que la comprende a la luz de la fe y con la ayuda de los hermanos. La ausencia de esta dimensión verdaderamente fraterna, en la que es posible compartir y ayudarse a comprender el significado de la propia vivencia personal y pastoral, oscurecería el sentido de la formación permanente -destinada a cuidar, a reavivar el carisma recibido por cada uno (3)- y disminuiría su fecundidad.
Por el contrario, si la formación permanente presta realmente atención a la vida del sacerdote, redundará muy positivamente en la relación de los presbíteros con sus fieles. Pues podrá experimentarse mejor la unidad y la cercanía del sacerdote con todos aquellos, laicos o religiosos, con los que compartirá más conscientemente el camino de la fe y de la entrega al Señor, la esperanza en su significado salvador para la propia vida en toda circunstancia. Y este ámbito de unidad vivida, de acompañamiento real, de verdadera comunión en el seguimiento de Cristo, facilitará a su vez el crecimiento personal, haciendo posible con la contribución y con los dones de todos lo que a la persona aislada, también al sacerdote, resultaría imposible.
Pues el Señor quiso que los dones dados a cada uno den fruto a favor de todos, de modo que así, en la unidad del Cuerpo, todos sus miembros, y por supuesto los presbíteros, lleguen “al estado de hombre perfecto, a la plena madurez en Cristo” (4).
(1) Pastores Dabo Vobis, 70
(2) Pastores Dabo Vobis, 71
(3) Cf. Pastores Dabo Vobis, 70, que cita al respecto 1Tim 4, 14-16; 2Tim 1, 6
(4) Ef 4, 13
Alfonso Carrasco Rouco es profesor en la Facultad de Teología de San Dámaso (Madrid)