En la práctica pastoral en las parroquias se puede presentar una persona casada canónicamente (casada “por la Iglesia”) que se divorcia y se vuelve a casar civilmente. El motivo de esa persona para intentar un nuevo matrimonio -que naturalmente sólo puede ser civil- es la búsqueda de compañía, el intentar rehacer su vida, o la educación de los hijos del matrimonio canónico. Estas ocasiones pueden ser una oportunidad para el pastor de hablar con esa persona, para ayudarles a enfocar su vida de un modo más cercano a Dios. El sacerdote ha de tener enorme comprensión con estas situaciones, y al mismo tiempo ha de tener clara la práctica de la Iglesia en estos casos.
Es necesario recordar que la situación en que se encuentra una persona divorciada y casada de nuevo es contraria a las enseñanzas de la Iglesia. El Señor restableció el sentido original del matrimonio, en cuanto que es indisoluble. Al restablecer el matrimonio “como era al principio”, lo hizo como medio para procurar el bien de la entera humanidad. Se ofrecen aquí tres textos del Catecismo de la Iglesia Católica que resumen las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia:
1614 En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).
1615 Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
1644 El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6; cf Gn 2,24). "Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total" (FC 19). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
Quien se encuentre en esta situación, por causas objetivas, no puede recibir los sacramentos mientras no salga de ella. No se le cierran las puertas de la Iglesia, sin embargo. La Iglesia reza por ellos, y los sacerdotes han de mostrarles su solicitud pastoral. Los divorciados y vueltos a casar pueden escuchar la palabra de Dios, frecuentar la Misa, ayudar a la Iglesia, u otras actuaciones personales. Pero objetivamente su situación les impide recibir los sacramentos.
El Código de Derecho Canónico establece que «no deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (canon 915). El Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, en su Declaración de 24 de junio de 2000, facilita la siguiente interpretación de este canon:
2. Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley (cfr. canon 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos.
La fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:
a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;
b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.
Situación ante la Iglesia de los divorciados y vueltos a casar
Se facilita un texto de Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Post-sinodal Familiaris Consortio, sobre la familia, de 22 de noviembre de 1981, en que se dan criterios para ayudar a los católicos que se han divorciado y se han vuelto a casar:
e) Divorciados casados de nuevo
84. La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha recurrido al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente. La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia -que les abriría el camino al sacramento eucarístico- puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos».
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.
También en el Catecismo de la Iglesia Católica se encuentran indicaciones que hablan de la situación de los divorciados y vueltos a casar según la ley civil:
1650: Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
El sacerdote al que se le presente un caso de los que aquí se describen, debe tener en cuenta que, si es necesario, deberá negar la comunión eucarística al fiel que le pide la comunión y se encuentra en esta situación. Si se da este caso, procure prever las circunstancias para hablar antes con el fiel, explicándole los motivos que le llevan a negarle la comunión eucarística. Esta conversación, si se prepara, puede ser una ocasión para que el fiel medite sobre su relación con Dios, e incluso puede ser el punto de partida de su conversión, para lo cual es conveniente citarle en sucesivas ocasiones para continuar la conversación.
Si no ha sido posible tener la conversación previa, y el fiel divorciado y vuelto a casar por lo civil se presenta a recibir la comunión, el sacerdote deberá actuar con fortaleza -que no excluye la caridad con la persona- y negarle la comunión. Puesto que el sacerdote no debe olvidar una cuestión que, aunque sea colateral, no carece de importancia, y es la posibilidad de escándalo.
El escándalo se puede producir si el sacerdote da la comunión a un fiel divorciado y casado por lo civil, puesto que los demás fieles que lo ven pueden pensar que el sacerdote de algún modo aprueba la actitud de ese fiel. Piénsese en los fieles que han obtenido la separación -o que han soportado el divorcio que ha pedido su cónyuge- y por fidelidad a su fe cristiana viven su situación en castidad con gran abnegación, y que ven que el sacerdote da la comunión a un divorciado y casado de nuevo. Pero -además de esta posibilidad de escándalo- se debe tener en cuenta que tampoco es lícito difamar a nadie: y en la Misa puede haber personas que no conocen la situación irregular de esa persona a la que se le va a negar la comunión.
Será el sacerdote quien debe valorar en cada caso la actitud a tomar, conjugando todas las posibilidades. No es posible dar una regla general, porque en cada parroquia concurren circunstancias distintas. A modo de orientación, se puede añadir que si la ocasión se presenta una vez, el fiel no es conocido en esa iglesia y no parece que vaya a repetirse, quizá deberá tener en cuenta ante todo el peligro de difamación. Pero si el fiel acude varias veces a comulgar y los demás feligreses o la mayoría le conocen, quizá deberá hablar con él en los términos antes explicados, y estar dispuesto a negarle la comunión si, después de esta conversación, el fiel pide la comunión.
Naturalmente, lo dicho en este artículo vale para el sacerdote y para los otros ministros de la Comunión eucarística: el diácono y los ministros extraordinarios si legítimamente administran la comunión. Aunque la conversación con el fiel, explicándole los motivos para negarle la comunión, parece preferible que la tenga el párroco.
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