Mensaje del Santo Padre Francisco
a los participantes en la VI Jornada
de los sacerdotes ancianos y enfermos de Lombardía
Queridos hermanos sacerdotes:
Me alegro de que también este año, a pesar de las limitaciones necesarias para luchar contra la pandemia, os hayáis encontrado junto a vuestros obispos en el Santuario de Nuestra Señora de Caravaggio.
Agradezco a la Conferencia Episcopal Lombarda por organizar desde hace seis años esta jornada de oración y fraternidad con el clero anciano y enfermo. Es hermosa esta atención de los pastores por la parte físicamente más frágil de su presbiterio. En realidad, sois sacerdotes que, en la oración, en la escucha, en el ofrecimiento de vuestros sufrimientos, ejercéis un ministerio no secundario en vuestras Iglesias.
Doy las gracias a UNITALSI y a todos los que trabajan por el éxito de este encuentro. Con su compromiso concreto y el espíritu que los anima, los voluntarios expresan la gratitud de todo el pueblo de Dios a sus ministros.
Pero es sobre todo a vosotros, queridos hermanos que vivís el tiempo de la vejez o la hora amarga de la enfermedad, a quienes siento la necesidad de dar las gracias. Gracias por vuestro testimonio de amor fiel a Dios y a la Iglesia. Gracias por el anuncio silencioso del Evangelio de la vida. Gracias porque sois un memoria viva a la que recurrir para construir el mañana de la Iglesia.
En los últimos meses, todos hemos experimentado algunas restricciones. Los días, transcurridos en un espacio limitado, parecían interminables y siempre iguales. Sentíamos la falta de nuestros afectos más queridos y de nuestros amigos; el miedo al contagio nos recordaba nuestra precariedad. En el fondo, hemos conocido lo que algunos de vosotros, así como muchos otros ancianos, experimentáis a diario. Espero que este período nos ayude a comprender que, mucho más que ocupar espacios, es necesario no perder el tiempo que se nos da; que nos ayude a disfrutar de la belleza del encuentro con el otro, a curarnos del virus de la autosuficiencia. ¡No olvidemos esta lección!
Durante el período más duro, lleno «de un silencio que ensordece y un vacío desolador» (Acto de Oración, 27 de marzo de 2020), muchos, casi espontáneamente, levantaron sus ojos al Cielo. Con la gracia de Dios, puede ser una experiencia de purificación. También para nuestra vida sacerdotal, la fragilidad puede ser «como fuego del fundidor y como lejía del lavandero» (Mal 3,2) que, elevándonos a Dios, nos refina y santifica. No tengamos miedo al sufrimiento: ¡el Señor lleva la cruz con nosotros!
Queridos hermanos, encomiendo cada uno de vosotros a la Virgen María. A ella, Madre de los sacerdotes, le recuerdo en la oración a los muchos sacerdotes que han muerto a causa de este virus y a los que se enfrentan al camino de la rehabilitación.
Os envío, de todo corazón, mi bendición. Y vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 13 de agosto de 2020