Discurso del Santo Padre Francisco
a los participantes en el XXIX curso sobre el fuero interno
organizado por la Penitenciaría Apostólica
Sala Clementina
Viernes, 9 de marzo de 2018
Queridos hermanos, ¡buenos días!
Os saludo cordialmente, empezando por el cardenal Mauro Piacenza, al que doy las gracias por sus palabras. Saludo a toda la familia de la Penitenciaría apostólica y a los participantes del Curso del Fuero interno, que este año, mirando al próximo Sínodo sobre los jóvenes, ha afrontado la relación entre confesión sacramental y discernimiento vocacional. Se trata de un tema más oportuno que nunca, que merece alguna reflexión que deseo compartir con vosotros.
Vosotros, confesores, especialmente vosotros, futuros confesores, tenéis la ventaja —digamos así— de ser jóvenes, y por tanto, de poder vivir el sacramento de la reconciliación como «jóvenes entre los jóvenes»; y, no por casualidad, la cercanía en la edad favorece el diálogo también sacramental, por una natural afinidad de lenguajes. Esto puede constituir una facilitación y es una circunstancia para vivir adecuadamente, para la edificación de auténticas personalidades cristianas. Sin embargo, es una condición no privada de límites e incluso de riesgos, porque estáis al inicio de vuestro ministerio y por tanto, debéis todavía adquirir todo el bagaje de experiencia que un «confesor consumado» tiene, después de decenios de escucha a los penitentes.
¿Cómo vivir, entonces, esta circunstancia? ¿Qué atenciones tener en la escucha de las confesiones sacramentales, sobre todo de los jóvenes, también para un eventual discernimiento vocacional?
En primer lugar diría que es necesario siempre redescubrir, como afirma santo Tomás de Aquino, la dimensión instrumental de nuestro ministerio. El sacerdote confesor no es la fuente de la Misericordia ni de la Gracia; ni es el instrumento indispensable, ¡sino siempre solo instrumento! Y cuando el sacerdote se adueña de esto, impide que Dios actúe en los corazones. Esta consciencia debe favorecer una atenta vigilancia sobre el riesgo de convertirse en «dueños de las conciencias», sobre todo en la relación con los jóvenes, cuya personalidad está todavía en formación y, por eso, mucho más fácilmente influenciable. Recordar ser, y deber ser, solo instrumentos de la reconciliación es el primer requisito para asumir una actitud de humilde escucha del Espíritu Santo, que garantiza un auténtico esfuerzo de discernimiento. Ser instrumentos no es una disminución del ministerio, sino, al contrario, es la plena realización, ya que en la medida en la que desaparece el sacerdote y aparece más claramente Cristo sumo y eterno sacerdote, se realiza nuestra vocación de «siervos inútiles».
En segundo lugar es necesario saber escuchar las preguntas, antes de ofrecer las respuestas. Dar respuestas, sin estar preocupados por escuchar las preguntas de los jóvenes y, donde sea necesario, sin haber tratado de suscitar preguntas auténticas, sería una actitud errónea. El confesor está llamado a ser hombre de la escucha: escucha humana del penitente y escucha divina del Espíritu Santo. Escuchando realmente al hermano en el coloquio sacramental, nosotros escuchamos a Jesús mismo, pobre y humilde; escuchando al Espíritu Santo nos ponemos en atenta obediencia, nos convertimos en auditores de la Palabra y por tanto ofrecemos el más grande servicio a nuestros jóvenes penitentes: los ponemos en contacto con Jesús mismo. Cuando se cumplen estos dos elementos, el coloquio sacramental puede abrirse realmente a ese camino prudente y orante que es el discernimiento vocacional. Cada joven debería poder oír la voz de Dios tanto en la propia conciencia, como a través de la escucha de la Palabra. Y en este camino es importante que sea sostenido por el acompañamiento sabio del confesor, que a veces puede también convertirse —por petición de los jóvenes mismos y nunca autoproponiéndose— en padre espiritual. El discernimiento vocacional es sobre todo una lectura de los signos, que Dios mismo ha puesto ya en la vida del joven, a través de sus cualidades e inclinaciones personales, a través de los encuentros hechos, y a través de la oración: una oración prolongada, en la cual repetir, con sencillez, las palabras de Samuel: «Habla Señor, que tu siervo escucha» (1 Samuel 3, 9).
El coloquio de la confesión sacramental se convierte así en ocasión privilegiada de encuentro, para ponerse ambos, penitente y confesor, en escucha de la voluntad de Dios, descubriendo cuál pueda ser su proyecto, independientemente de la forma de la vocación. De hecho, ¡la vocación no coincide, ni puede nunca coincidir, con una forma! ¡Esto llevaría al formalismo! La vocación es la relación misma con Jesús: relación vital e imprescindible.
Corresponden a la realidad las categorías con las cuales se define el confesor: «médico y juez», «padre y pastor», «maestro y educador». Pero especialmente para los más jóvenes, el confesor está llamado a ser sobre todo un testigo. Testigo en el sentido de «mártir», llamado a com-padecer por los pecados de los hermanos, como el Señor Jesús; y después testigo de la misericordia, de ese corazón del Evangelio que es el abrazo del Padre al hijo pródigo que vuelve a casa. El confesor-testigo hace más eficaz la experiencia de la misericordia, abriendo de par en par a los fieles un horizonte nuevo y grande, que solo Dios puede dar al hombre. Queridos jóvenes sacerdotes, futuros sacerdotes y queridos penitenciarios, sed testigos de la misericordia, sed humildes oyentes de los jóvenes y de la voluntad de Dios para ellos, sed siempre respetuosos con la conciencia y la libertad de quien se acerca al confesionario, porque Dios mismos ama su libertad.
Y encomendad a los penitentes a aquella que es refugio de los pecadores y Madre de misericordia.