Queridísimos hermanos:
1. Con gran alegría dirijo un cordial saludo a todos vosotros, que participáis en el Curso sobre el Fuero Interno, organizado por el Tribunal de la Penitenciaría Apostólica. Un especial saludo va al Señor Cardenal James Francis Stafford, Penitenciario Mayor, a sus Colaboradores y también a los Penitenciario de las Basílicas de la Urbe que cumplen un servicio tan precioso e importante.
El Curso sobre el Fuero Interno tiene incumbe especialmente a los jóvenes sacerdotes alumnos de las Universidades y Ateneos Pontificios y constituye una cita formativa de notable interés, que resalta la necesidad de un continua actualización teológica, pastoral y espiritual de los presbíteros, a los cuales “está confiado el ministerio de la reconciliación” (cfr 2 Cor 5,18).
2. Ayudan a comprender mejor el valor de este singular ministerio sacerdotal las páginas evangélicas propuestas para nuestra atención por la liturgia, en este tiempo de Cuaresma. Estas muestran al Salvador mientras convierte a la Samaritana y es por ella fuente de alegría; cura a ciego de nacimiento y se trasforma por él en manantial de luz; resucita a Lázaro, y se manifiesta como vida y resurrección que vence a la muerte, consecuencia del pecado. Su mirada penetrante, su palabra y su juicio de amor iluminan la conciencia de cuantos encuentra, provocando en ellos conversión y renovación profunda.
Vivimos en una sociedad que con frecuencia parece haber perdido el sentido de Dios y del pecado. Más urgente se hace, por lo tanto, en este contexto, la invitación de Cristo a la conversión, que presupone la correlativa confesión de los pecados y la consecuente petición de perdón y de salvación. El sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, sabe que actúa “en la persona de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo”, y por esto debe alimentar en sí los mismos sentimientos de Él, aumentar en sí mismo la caridad de Jesús maestro y pastor, médico de las almas y de los cuerpos, guía espiritual, juez justo y misericordioso.
3. En la tradición de la Iglesia la reconciliación sacramental ha sido siempre considerada en estrecha relación con el banquete sacrificial de la Eucaristía, memorial de nuestra redención. En este año, particularmente dedicado al Misterio eucarístico, me parece más útil reclamar vuestra atención sobre la vital relación existente entre estos dos sacramentos.
Ya en las primeras comunidades cristianas se advertía la necesidad de prepararse con una digna conducta de vida a celebrar la fracción del pan eucarístico, que es “comunión” con el cuerpo y la sangre del Señor, y “comunión” (koinonia) con los creyentes que forman un solo cuerpo, porque están alimentados por el mismo cuerpo de Cristo (cfr 1 Cor 10 16-17).
¡Cuán útil es recordar las exhortaciones de Pablo a los fieles de Corinto, los cuales tomaban a la ligera la celebración de la “cena eucarística”, no atentos a sentido profundo del memorial de la muerte del Señor ya sus exigencias de comunión fraterna (cfr 1 Cor 11,17 ss.)! Sus palabras de gran severidad nos amonestan también a nosotros para que nos acerquemos a la Eucaristía con auténticas actitudes de fe y de amor (cfr ibid., 11,27-29).
En el rito de la Santa Misa muchos elementos subrayan esta exigencia de purificación y renovación: desde el acto penitencial inicial a las plegarias para obtener el perdón, desde el signo de la paz a las plegarias que los sacerdotes y los fieles recitan antes de la comunión. Sólo quien tiene sincera conciencia de no haber cometido un pecado mortal puede recibir el cuerpo de Cristo. Lo dice claramente el Concilio de Trento cuando afirma que “ninguno, conocedor de estar en pecado mortal, se acerque a la santa Eucaristía sin haber precedido la confesión sacramental” (Sesión XIII, cap. 7; Denzinger 1646-1647). Y esta continúa siendo la enseñanza de la Iglesia también hoy (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1385, y Carta ap. Ecclesia de Eucharistia, nn. 36-37).
4. Queridísimos hermanos, sed solícitos para celebrar vosotros mismos el Misterio eucarístico con pureza de corazón y amor sincero. El señor nos amonesta a no transformarnos en sarmientos arrancados de la vid. Con claridad y simplicidad predicad la recta doctrina sobre la necesidad del sacramento de la Reconciliación para acercarnos a la comunión, cuando se es conocedor de no estar en la gracia de Dios. Al mismo tiempo, animad a los fieles a recibir el cuerpo y la sangre de Cristo para ser purificados de los pecados veniales y de las imperfecciones, de modo que las Celebraciones eucarísticas resulten gratas a Dios y nos asocien al ofrecimiento de la Víctima santa e inmaculada, con el corazón contrito y humillado, confiado y reconciliado. Sed para todos ministros asiduos, disponibles y competentes del sacramento de la Reconciliación, verdaderas imágenes de Cristo, santo y misericordioso.
María, Madre de misericordia, os ayude a vosotros y a todos los sacerdotes a ser “instrumentos” dóciles de la misericordia y de la santidad de Dios. Que haga a todos los presbíteros conocedores de la alta misión que está llamado a cumplir con pureza de corazón y docilidad a la acción del Espíritu Santo, para entregar al mundo, con la fantasía y el ardor de la caridad, el don que él mismo recibe sobre el altar.
Con tales sentimientos, os bendigo de corazón a todos.
En el Policlínico Gemelli, 8 de marzo de 2005