“Lectio divina” con los sacerdotes de Roma del 18 de febrero de 2010
Es una tradición muy gozosa y también importante para mí poder iniciar la Cuaresma siempre con mi Presbiterio, los Presbíteros de Roma. Así, como Iglesia local de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos emprender este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la Cruz, el camino pascual.
Este año queremos meditar sobre los pasajes de la Carta a los Hebreos ahora leídos. El autor de esta Carta ha abierto un nuevo camino para entender el Antiguo testamento como libro que habla sobre Cristo. La tradición precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, en la clave de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero Rey de Israel, verdadero Rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción sobre la Cruz había realmente anunciado al mundo esta realidad: ahora está el verdadero Rey de Israel, que es el Rey del mundo. El Rey de los Judíos está en la Cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, la cual, en el fondo del corazón, es una esperanza de todos los hombres que esperan al verdadero Rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Pero el Autor de la Carta a los Hebreos ha descubierto una cita que hasta aquel momento no había sido observada: Salmo 110, 4 — “tu eres sacerdote según el rito de Melquisedec”. Esto significa que Jesús no solo cumple la promesa davídica, las expectativas del verdadero Rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumran, hay dos líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El Autor de la Carta a los Hebreos, descubriendo este versículo, ha comprendido que en Cristo se unen las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios – según el Salmo 2, 7 que él cita – pero es también el verdadero Sacerdote.
Así todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que está en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar como precisamente también la ley cultual, que tras la destrucción del Templo fue abolida, en realidad iba hacia Cristo; por tanto, no fue simplemente abolida, sino renovada, transformada, porque en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio aparece entonces en su pureza y en su verdad profunda.
De este modo, la Carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo; Melquisedec; y el mismo Cristo, como el verdadero sacerdocio. También el sacerdocio de Aarón, aún siendo diferente del de Cristo, aún siendo, por así decirlo, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, con todo es “camino” hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Después está Melquisedec – volveremos sobre este punto – que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Testamento, entra en una figura misteriosa, sin padre, sin madre – dice la Carta a los Hebreos –, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así también desde el mundo pagano viene la esperanza y la prefiguración profunda del misterio de Cristo. En Cristo mismo todo está sintetizado, purificado y guiado hacia su fin, a su verdadera esencia.
Veamos ahora cada uno de los elementos, en cuanto sea posible, sobre el sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón, aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la Carta a los Hebreos: un sacerdote, para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, tiene que ser hombre. Esto es fundamental, y el Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre – volveremos sobre este punto –, pero no puede por sí mismo hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, de una institución divina y sólo perteneciendo a las dos esferas – la de Dios y la del hombre –, puede ser mediador, puede ser “puente”. Esta es la misión del sacerdote: combinar, unir estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios – lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre – y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es la de ser mediador, puente que une, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su luz verdadera, a su vida verdadera.
Como primer punto, por tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y solamente en Cristo esta necesidad, esta condición de la mediación se realiza plenamente. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para que se dé el verdadero puente, se dé la verdadera mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios, o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo con el Sacramento, este acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con Cristo, podemos realizar nuestra misión. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; solo Dios puede entrar en mi vida y tomarme de la mano. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra – ser elegidos y tomados de la mano por Dios – es un punto fundamental en el que entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el que Dios me da lo que yo no podría nunca dar: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.
Hagamos esta realidad también un factor práctico en nuestra vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Debemos por tanto vivir esta comunión y la celebración de la Santa Misa, la oración del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijados en Dios, en este punto del que no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día tras día, también con breves oraciones en las que nos volvemos a conectar con Dios y nos convertimos cada vez más en hombres de Dios, que viven en su comunión y que pueden así hablar de Dios y guiar a Dios.
El otro elemento es que el sacerdote tiene que ser hombre. Hombre en todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión de “qué es el hombre” está oscurecida por el hecho del pecado, que ha lesionado la naturaleza humana hasta en lo profundo. Así se dice: “ha mentido”, “es humano”; “ha robado”, “es humano”; pero esto no es el verdadero ser humano. Lo humano es ser generoso, ser bueno, ser hombre de la justicia, de la verdadera prudencia, de la sabiduría. Por tanto salir, con la ayuda de Cristo, de este oscurecimiento de nuestra naturaleza para llegar al verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar en la formación al sacerdocio, pero que debe realizarse también y continuar en toda nuestra existencia. Pienso que las dos cosas van fundamentalmente juntas: estar en Dios y con Dios y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que quiso el Creador, al plasmar esta criatura que somos nosotros.
Ser hombre: la Carta a los Hebreos hace un subrayado de nuestra humanidad que nos sorprende, porque dice: debe ser uno con “compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (5, 2) y después – mucho más fuerte aún - “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente” (5, 7). Para la Carta a los Hebreos el elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, es el sufrir con los demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado no es nunca solidaridad, sino siempre desolidarización, es un tomar mi vida para mí mismo, en lugar de entregarla. La verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, quiere decir ser hombre de compasión – metriopathèin, dice el texto griego – es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: “Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?”.
Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre sería aquel que vive solo en la contemplación de la verdad, y así es beato, feliz, porque tiene amistad solo con las cosas hermosas, con la belleza divina, mientras que “los trabajos” los hacen otros. Esta es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote entra como Cristo en la miseria humana, la toma consigo, va a las personas sufrientes, se ocupa de ellas, y no sólo exteriormente, sino que las tome sobre sí interiormente, recoja en sí mismo la “pasión” de su tiempo, de su parroquia, de las personas a él confiadas. Así Cristo mostró su verdadero humanismo. Ciertamente su corazón está siempre fijo en Dios, ve siempre a Dios, íntimamente está siempre en diálogo con Él, pero Él lleva, al mismo tiempo, todo el ser, todo el sufrimiento humano entra en la pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, sin pastor, Él sufre con ellos, y nosotros sacerdotes no podemos retirarnos a un Elysium, sino que estamos inmersos en la pasión de este mundo y debemos, con la ayuda de Cristo y en comunión con Él, intentar transformarlo, de llevarlo hacia Dios.
Precisamente esto se dice, con el siguiente texto realmente estimulante: «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5, 7). Esto no es solo una indicación de la hora de angustia en el Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pasión, que abraza toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloraba ante la tumba de Lázaro, estaba realmente tocado interiormente por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Personas que pierden al hermano, como en este caso, a la madre y al hijo, al amigo: toda la terribilidad de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús es puesto a prueba y se confronta hasta lo profundo de su alma con este misterio, con esta tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la bella ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la historia del mundo; llora viendo cómo los hombres se destruyen a sí mismos y sus ciudades en la violencia, en la desobediencia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la Cruz, gritó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cfr. Mt 27, 46), y que gritó una vez más al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos salmos son un fuerte grito a Dios: “¡Ayúdanos, escúchanos!”. Precisamente hoy, en el Breviario, hemos rezado en este sentido: ¿Donde estás, Dios? “Como ovejas de matadero nos entregan” (Sal 44, 12). ¡Un grito de la humanidad sufriente! Y Jesús, que es el verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a los oídos de Dios: “¡Ayúdanos y escúchanos!”. Él transforma todo el sufrimiento humano, tomándolo en sí mismo en un grito a los oídos de Dios.
Y así vemos que precisamente de este modo se realiza el sacerdocio, la función del mediador, transportando en sí, asumiendo en sí el sufrimiento y la pasión del mundo, transformándola en grito hacia Dios, llevándola ante los ojos y en las manos de Dios, y así llevándola realmente al momento de la Redención.
En realidad la Carta a los Hebreos dice que “ofreció oraciones y súplicas”, “gritos y lágrimas” (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prosphèrein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a las oraciones y lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la Cruz, todo el sufrimiento no son algo al lado de su gran misión. Precisamente de esta forma Él ofrece el sacrificio, hace de sacerdote. La Carta a los Hebreos, con este “ofreció”, prosphèrein, nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva la humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Digamos, justamente, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a sí mismo, y este ofrecerse a sí mismo se realiza precisamente en esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual de la Santa Misa, en el que todo es puesto en las manos de Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prosphèrein, es ofrecer. En este sentido, me parece que debemos entender y aprender a aceptar más profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también sacramental.
Una segunda palabra en este contexto es importante. Se dice que Cristo así – a través de esta obediencia – se hizo perfecto, en griego teleiothèis (cfr. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legislación cultual, la palabra tèleion, aquí utilizada, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la Carta a los Hebreos nos dice que precisamente haciendo esto Jesús se hizo sacerdote, se realizó en su sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en este llevar al mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos realmente en sacerdotes, teleiothèis. Por tanto, el sacerdocio no es una cosa para algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y también en sus alegrías, naturalmente. Así nos convertimos cada vez más en sacerdotes en comunión con Cristo.
La Carta a los Hebreos resume, finalmente, toda esta compasión en la palabra hypakoèn, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos gusta, en nuestra época. La obediencia aparece como una alienación, como una actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a la voluntad de otro, por tanto uno ya no es libre, sino que está determinado por otro, mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera existencia humano. En lugar de la palabra “obediencia”, nosotros queremos como palabra clave antropológica la de “libertad”. Pero considerando desde cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es un llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
San Máximo Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos, de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, “no mi voluntad, sino la tuya”, describió este proceso, que Cristo lleva en sí como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en este acto – “no mi voluntad, sino la tuya” – Jesús resume todo el proceso de su vida, es decir, del llevar la vida humana natural a la vida divina, y de esta forma transformar al hombre: divinización del hombre, y así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad tiránica, no es una voluntad que esté fuera de nuestro ser, sino que es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra verdadera identidad.
Dios nos ha creado y somos nosotros mismos conformes con su voluntad: sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos alienados. Al contrario, la alienación se realiza precisamente saliendo de la voluntad de Dios, porque de este modo salimos del diseño de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, llevando al hombre, el ser hombre, en sí y consigo, en la conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la conformación perfecta entre las dos voluntades, nos ha redimido y la redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es un proceso por el que rezamos cada día: “hágase tu voluntad”. Y queremos rezar realmente al Señor, para que nos ayude a ver íntimamente que esta es la libertad, y a entrar, así, con gozo en esta obediencia y a “recoger” al ser humano para llevarlo – con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra oración, con nuestra acción pastoral – a la comunión con Dios.