Ofrecemos la Audiencia General del miércoles 19 de abril de 2010, sobre el sacerdote y el munus docendi.
En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del Ministerio ordenado, comentando la realidad fecunda de la configuración del sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.
Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.
Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos. Estos tres oficios del sacerdote —que la Tradición ha identificado en las diversas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su distinción y en su profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.
El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, el de enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia, ejercido concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las opciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo debemos vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. Con respecto a todo esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando confusión sobre las decisiones fundamentales, sobre cómo vivir, porque normalmente ya no sabemos de qué y para qué hemos sido hechos y a dónde vamos. En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la multitud porque eran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). El Señor hizo esta constatación cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque, entre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la compasión, interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—, y así dio una orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en la confusión y en la desorientación de nuestro tiempo, la luz de la Palabra de Dios, la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no enseña ideas propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado, o que le gusta; el sacerdote no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para crearse admiradores o un partido propio; no dice cosas propias, invenciones propias, sino que, en la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna».
Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de Cristo, no significa, por otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto que quizá no hace suyo. También en este caso vale el modelo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo de mí mismo y no vivo para mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el Padre». Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de mí y para mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema, hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué somos? Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos de su reserva. Y también nosotros vivimos de ella, porque somos siervos como vosotros» (Discurso 229/e, 4).
La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así realmente el sacerdote entre en una profunda comunión interior con Cristo mismo. El sacerdote cree, acoge y trata de vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha transmitido, en el itinerario de identificación con el propio ministerio del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf. Carta para la convocatoria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el cielo el único Maestro» (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).
La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una «voz que grita en el desierto» (Mc 1, 3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética: en no ser nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad dominante, sino en mostrar la única novedad capaz de realizar una renovación auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios cercano, el Dios que actúa en la vida y para la vida del mundo y nos da la verdad, la manera de vivir.
En la preparación esmerada de la predicación festiva, sin excluir la ferial, en el esfuerzo de formación catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas y, de manera especial, a través del libro no escrito que es su propia vida, el sacerdote es siempre «docente», enseña. Pero no con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde y alegre certeza de quien ha encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y por eso no puede menos de anunciarla. De hecho, el sacerdocio nadie lo puede elegir para sí; no es una forma de alcanzar seguridad en la vida, de conquistar una posición social: nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la llamada del Señor, a su voluntad, para ser anunciadores no de una verdad personal, sino de su verdad.
Queridos hermanos sacerdotes, el pueblo cristiano pide escuchar de nuestras enseñanzas la genuina doctrina eclesial, que les permita renovar el encuentro con Cristo que da la alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de los Padres y de los Doctores de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica constituyen, a este respecto, puntos de referencia imprescindibles en el ejercicio del munus docendi, tan esencial para la conversión, el camino de fe y la salvación de los hombres. «Ordenación sacerdotal significa: ser sumergidos (...) en la Verdad» (Homilía en la Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad que no es simplemente un concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que es la Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir; así, necesariamente, nace también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo esta conciencia de una Verdad hecha Persona en la encarnación del Hijo justifica el mandato misionero: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15). Sólo si es la Verdad está destinado a toda criatura, no es una imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello por lo que ha sido creado.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes una gran tarea: ser anunciadores de su Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el mundo para llevar aquello que contribuye al verdadero bien de las almas y al auténtico camino de fe (cf. 1 Co 6, 12). Que san Juan María Vianney sea ejemplo para todos los sacerdotes. Era hombre de gran sabiduría y fortaleza heroica para resistir a las presiones culturales y sociales de su tiempo a fin de llevar las almas a Dios: sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características esenciales de su predicación, transparencia de su fe y de su santidad. Así el pueblo cristiano quedaba edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos, reconocía en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que siempre se debería reconocer en un sacerdote: la voz del buen Pastor.