Homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa Crismal del Jueves Santo de 2008

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Homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa crismal del Jueves Santo, 20 de marzo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año la misa Crismal nos exhorta a volver a dar un «sí» a la llamada de Dios que pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal. «Adsum», «Heme aquí», dijimos, como respondió Isaías cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: «¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?» (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las manos del obispo, nos impuso sus manos y nos consagramos a su misión. Sucesivamente hemos recorrido caminos diversos en el ámbito de su llamada. ¿Podemos afirmar siempre lo que escribió san Pablo a los Corintios después de años de arduo servicio al Evangelio marcado por sufrimientos de todo tipo: «No disminuye nuestro celo en el ministerio que, por misericordia de Dios, nos ha sido encomendado»? (cf. 2Co 4, 1). «No disminuye nuestro celo». Pidamos hoy que se mantenga siempre encendido, que se alimente continuamente con la llama viva del Evangelio.

 

Al mismo tiempo, el Jueves santo nos brinda la ocasión de preguntarnos de nuevo: ¿A qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote de Jesucristo»? El Canon II de nuestro Misal, que probablemente fue redactado en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del ministerio sacerdotal con las palabras que usa el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18, 5. 7) para describir la esencia del sacerdocio del Antiguo Testamento: astare coram te et tibi ministrare.

El Papa Benedicto XVIPor tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: en primer lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro del Deuteronomio esa afirmación se debe entender en el contexto de la disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún lote de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida diaria. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él.

La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la presencia de Dios y también un ministerio en representación de los demás. Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que vivía también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía vivir con la mirada dirigida a él.

Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa inmediatamente después de la consagración de los dones, tras la entrada del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como centro de la vida sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión va más allá.

En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma introduce el Oficio de lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes rezaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por los hombres—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el imperativo «arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más intenso». En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían como «los que están de pie». Estar de pie equivalía a vigilancia.

Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón podemos verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como interpretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De pie en el compromiso por el bien.

Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más profundo, hacerse cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser hacerse cargo de él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe estar de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como refieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5, 41).

Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El sacerdote debe ser una persona recta, vigilante; una persona que está de pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del Antiguo Testamento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdotes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por la Ley. Pero realizar las acciones del rito se consideraba como servicio, como un encargo de servicio. Así se explica con qué espíritu se debían llevar a cabo esas acciones.

Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta ese significado litúrgico del término, de acuerdo con la novedad del culto cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio.

Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada con participación interior. Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que llegue a ser el alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así, celebraremos del modo debido y será una realidad el ars celebrandi, el arte de celebrar.

En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una tarea central del sacerdote, eso significa también que la oración debe ser una realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar continuamente y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todos los tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es siempre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios, amarla y vivirla. Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a conocer a todas aquellas personas que él nos encomienda.

Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros.

Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa también obediencia. El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas palabras, Jesús, en el huerto de los Olivos, resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído.

El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su voluntad y no la de Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de querer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de considerar que sólo así seremos libres, que sólo gracias a esa libertad sin límites el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así nos ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos compartir nuestra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con ellos. Esta libertad compartida sólo puede ser libertad verdadera si con ella entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos en la voluntad de Dios.

Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser que no vive por sí mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Sólo anunciamos correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su Cuerpo. Nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados, que puede ir contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza del amor de Dios.

«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo Sacerdote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en el Siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había previsto. Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso representar el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el gesto del amor hasta el extremo, lava nuestros pies sucios; con la humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia. Así nos permite convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera elevación del hombre se realiza ahora en nuestro subir con él y hacia él. Su elevación es la cruz. Es el abajamiento más profundo y, como amor llevado hasta el extremo, es a la vez el culmen de la elevación, la verdadera «elevación» del hombre.

«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de Siervo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de la elevación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los múltiples modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en este día, el don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada: «Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.